*Foto de Eduardo Francisco Coiro.
https://www.instagram.com/educoiro/
LOS
BUSCADORES*
“…Me gustan las nubes…
las nubes que pasan…
allá abajo… las
maravillosas nubes!”
CHARLES BAUDELAIRE
Ellos, los eternos buscadores.
No se conocen. Se presagian.
Acaso nunca el espejo de uno se refleje en
el otro.
Comparten, día a día.
Una canción en una lengua extraña y
conocida.
No saben las formas de cada calendario.
Banales. Sustanciales.
Como respira. Como gime.
De qué color son sus jadeos
El sabor de sus manos.
El color de sus albas.
El olor de sus furias.
Como camina.
Adónde va cuando viene.
Llegan al límite que les permite el otro.
Son los buscadores.
Él no lo sabe.
La casa que la habita, tiene grandes
ventanales.
Enrejados de miedo.
Puertos. Secretos puertos.
Un cuadro de Dalí, almendros. Durazneros.
No sabe.
Que sorbe brumas y colecciona cajas.
Que tiene la manía –peligrosa- de ser niña.
Ella no lo sabe. Lo presiente.
Que por su casa han pasado golondrinas.
Cartas no leídas.
Qué colecciona vientos. Colibríes.
Que tiraría murallas y cercados.
Que toma té color amargo.
Que su mirada ríe o brama, antes que sus
ojos.
Son los buscadores.
De la caricia nueva. De la unidad y el
caos.
Comparten saudades, tormentas.
Retozos animales.
Rituales… ansias, golondrinas. Vuelo de
golondrinas… lejanías
Juegos.
Peligrosos juegos.
Tiernos.
Salvajes, feroces, brutales, insensatos.
Vitales.
Pasión encerrada en una almendra.
Navegan desnudos en la costa.
Empeñados en el temblor y el goce.
Nacen. Enfrentan juntos las tristísimas
muertes.
Se buscan… se encuentran…se extrañan…se
nostalgian.
¿Qué buscan estos locos, preguntan los
membrillos de cielo?
Nubes. Solo queremos nubes.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
¿QUIEN? *
¿Quién sembró, quién,
en el espacio
esas chispeantes
semillas como al azar
en el pozo de la noche
y nos puso de
testigos?
*De Oscar
Ángel Agú.
Preguntintas.
Cuadernos y Palabras 42.
LA
CASA SOBRE LA NOCHE*
“El patio es el
declive
por el cual se derrama
el cielo en la casa.”
Jorge Luís Borges
Las nubes se posicionan
contra el hambre de las estrellas
sobre el techo frígido de la vieja casa
que con su patio de ladrillos
reparte miradas paródicas
hacia el inhóspito hábitat de lo absoluto
que busca extenderse
con el trasiego sucedáneo del ojo agraz
y desde allí erguirse vertical,
como árbol destinado a crecer
sobre la corteza del asombro,
desafiante a los incrédulos,
candados colgados en sus puertas huidizas
sin importar el que las llaves del cielo
sean sólo palabras ciegas.
*De Daniel
Montoly.
Carpe diem*
*Abelardo
Castillo.
—A ella le gustaba el mar, andar descalza
por la calle, tener hijos, hablaba con los gatos atorrantes, quería conocer el
nombre de las constelaciones; pero no sé si es del todo así, no sé si de veras
se la estoy describiendo —dijo el hombre que tenía cara de cansancio. Estábamos
sentados desde el atardecer junto a una de las ventanas que dan al río, en el
Club de Pescadores; ya era casi medianoche y desde hacía una hora él hablaba
sin parar. La historia, si se trataba de una historia, parecía difícil de
comprender: la había comenzado en distintos puntos tres o cuatro veces, y
siempre se interrumpía y volvía atrás y no pasaba del momento en que ella, la muchacha,
bajó una tarde de aquel tren—. Se parecía a la noche de las plazas —dijo de
pronto, lo dijo con naturalidad; daba la impresión de no sentir pudor por sus
palabras. Yo le pregunté si ella, la muchacha, se parecía a las plazas—. Por
supuesto —dijo el hombre y se pasó el nacimiento de la palma de la mano por la
sien, un gesto raro, como de fatiga o desorientación—. Pero no a las plazas, a
la noche de ciertas plazas. O a ciertas noches húmedas, cuando hay esa neblina
que no es neblina y los bancos de piedra y el pasto brillan. Hay un verso que
habla de esto, del esplendor en la hierba; en realidad no habla de esto ni de
nada que tenga que ver con esto, pero quién sabe. De todas maneras no es así,
si empiezo así no se lo voy a contar nunca. La verdad es que me tenía harto.
Compraba plantitas y las dejaba sobre mi escritorio, doblaba las páginas de los
libros, silbaba. No distinguía a Mozart de Bartók, pero ella silbaba, sobre
todo a la mañana, carecía por completo de oído musical pero se levantaba silbando,
andaba entre los libros, las macetas y los platos de mi departamento de soltero
como una Carmelita descalza y, sin darse cuenta, silbaba una melodía
extrañísima, imposible, una cosa inexistente que era como una czarda inventada por ella. Tenía, ¿cómo
puedo explicárselo bien?, tenía una alegría monstruosa, algo que me hacía mal.
Y, como yo también le hacía mal, cualquiera hubiese adivinado que íbamos a
terminar juntos, pegados como lapas, y que aquello iba a ser una catástrofe.
¿Sabe cómo la conocí? Ni usted ni nadie puede imaginarse cómo la conocí.
Haciendo pis contra un árbol. Yo era el que hacía pis, naturalmente. Medio
borracho y contra un plátano de la calle Virrey Meló. Era de madrugada y ella
volvía de alguna parte, qué curioso, nunca le pregunté de dónde. Una vez estuve
a punto de hacerlo, la última vez, pero me dio miedo. La madrugada del árbol
ella llegó sin que yo la oyera caminar, después me di cuenta de que venía
descalza, con las sandalias en la mano; pasó a mi lado y, sin mirarme, dijo que
el pis es malísimo para las plantitas. En el apuro me mojé todo y, cuando ella
entró en su casa, yo, meado y tembloroso, supe que esa mujer era mi maldición y
el amor de mi vida. Todo lo que nos va a pasar con una mujer se sabe siempre en
el primer minuto. Sin embargo es increíble de qué modo se encadenan las cosas,
de qué modo un hombre puede empezar por explicarle a una muchacha que un
plátano difícilmente puede ser considerado una plantita, ella simular que no
recuerda nada del asunto, decimos señor con alegre ferocidad, como para marcar
a fuego la distancia, decir que está apurada o que debe rendir materias,
aceptar finalmente un café que dura horas mientras uno se toma cinco ginebras y
le cuenta su vida y lo que espera de la vida, pasar de allí, por un laberinto
de veredas nocturnas, negativas, hojas doradas, consentimientos y largas
escaleras, a meterla por fin en una cama o a ser arrastrado a esa cama por
ella, que habrá llegado hasta ahí por otro laberinto personal hecho de otras
calles y otros recuerdos, oír que uno es hermoso, y hasta creerlo, decir que
ella es todas las mujeres, odiarla, matarla en sueños y verla renacer intacta y
descalza entrando en nuestra casa con una abominable maceta de azaleas o
comiendo una pastafrola del tamaño de una rueda de carro, para terminar un día
diciéndole con odio casi verdadero, con indiferencia casi verdadera, que uno
está harto de tanta estupidez y de tanta felicidad de opereta, tratándola de
tan puta como cualquier otra. Hasta que una noche cerré con toda mi alma la
puerta de su departamento de la calle Meló, y oí, pero como si lo oyera por
primera vez, un ruido familiar: la reproducción de Carlos el Hechizado que se
había venido abajo, se da cuenta, una mujer a la que le gustaba Carlos el
Hechizado. Me quedé un momento del otro lado de la puerta, esperando. No pasó
nada. Ella esa vez no volvía a poner el cuadro en su sitio: ni siquiera pude
imaginármela, más tarde, ordenando las cosas, silbando su czarda inexistente,
la que le borraba del corazón cualquier tristeza. Y supe que yo no iba a volver
nunca a esa casa. Después, en mi propio departamento, cuando metí una muda de
ropa y las cosas de afeitar en un bolso de mano, también sabía, desde hacía
horas, que ella tampoco iba a llamarme ni a volver.
—Pero usted se equivocaba, ella volvió —me
oí decir y los dos nos sorprendimos; yo, de estar afirmando algo que en
realidad no había quedado muy claro; él, de oír mi voz, como si le costara
darse cuenta de que no estaba solo. El hombre con cara de cansancio parecía de
veras muy cansado, como si acabara de llegar a este pueblo desde un lugar
lejanísimo. Sin embargo, era de acá. Se había ido a Buenos Aires en la
adolescencia y cada tanto volvía. Yo lo había visto muchas veces, siempre solo,
pero ahora me parece que una vez lo vi también con una mujer—. Porque ustedes
volvieron a estar juntos, por lo menos un día.
—Toda la tarde de un día. Y parte de la
noche. Hasta el último tren de la noche.
El hombre con cara de cansancio hizo el
gesto de apartarse un mechón de pelo de la frente. Un gesto juvenil y
anacrónico, ya que debía de hacer años que ese mechón no existía. Tendría más o
menos mi edad, quiero decir que se trataba de un hombre mayor, aunque era
difícil saberlo con precisión. Como si fuera muy joven y muy viejo al mismo
tiempo. Como si un adolescente pudiera tener cincuenta años.
—Lo que no entiendo —dije yo— es dónde está
la dificultad. No entiendo qué es lo que hay que entender.
—Justamente. No hay nada que entender, ella
misma me lo dijo la última tarde. Hay que creer. Yo tenía que creer simplemente
lo que estaba ocurriendo, tomarlo con naturalidad: vivirlo. Como si se me
hubiera concedido, o se nos hubiera concedido a los dos, un favor especial. Ese
día fue una dádiva, y fue real, y lo real no precisa explicación alguna. Ese
sauce a la orilla del agua, por ejemplo. Está ahí, de pronto; está ahí porque
de pronto lo iluminó la luna. Yo no sé si estuvo siempre, ahora está. Fulgura, es
muy hermoso. Voy y lo toco y siento la corteza húmeda en la mano; ésa es una
prueba de su realidad. Pero no hace ninguna falta tocarlo, porque hay otra
prueba; y le aclaro que esto ni siquiera lo estoy diciendo yo, es como si lo
estuviese diciendo ella. Es extraño que ella dijera cosas así, que las dijera
todo el tiempo durante años y que yo no me haya dado cuenta nunca. Ella habría
dicho que la prueba de que existe es que es hermoso. Todo lo demás son
palabras. Y cuando la luna camine un poco y lo afee, o ya no lo ilumine y
desaparezca, bueno: habrá que recordar el minuto de belleza que tuvo para
siempre el sauce. La vida real puede ser así, tiene que ser así, y el que no se
da cuenta a tiempo es un triste hijo de puta —dijo casi con desinterés, y yo le
contesté que no lo seguía del todo, pero que pensaba solucionarlo pidiendo otro
whisky. Le ofrecí y volvió a negarse, era la tercera vez que se negaba; le hice
una seña al mozo—. Entonces la llamé por teléfono. Una noche fui hasta la Unión
Telefónica, pedí Buenos Aires y la llamé a su departamento. Eran como las tres
de la mañana y habían pasado cuatro o cinco meses. Ella podía haberse mudado,
podía no estar o incluso estar con otro. No se me ocurrió. Era como si entre
aquel portazo y esta llamada no hubiera lugar para ninguna otra cosa. Y
atendió, tenía la voz un poco extraña pero era su voz, un poco lejana al
principio, como si le costara despertarse del todo, como si la insistencia del
teléfono la hubiese traído desde muy lejos, desde el fondo del sueño. Le dije
todo de corrido, a la hora que salía el tren de Retiro, a la hora que iba a
estar esperándola en la estación, lo que pensaba hacer con ella, qué sé yo qué,
lo que nunca habíamos hecho y estuvimos a punto de no hacer nunca, lo que hace
la gente, caminar juntos por la orilla del agua, ir a un baile con patio de
tierra, oír las campanas de la iglesia, pasar por el colegio donde yo había
estudiado. A ver si se da cuenta: sabe cuántos años hacía que nos conocíamos,
cuántos años habían pasado desde que me sorprendió contra el plátano. Le basta
con la palabra años, se lo veo en la cara. Y en todo ese tiempo nunca se me
había ocurrido mostrarle el Barrio de las Canaletas ni el camino del puerto, el
paso a nivel de juguete por donde cruzaba el ferrocarril chiquito de Dipietri,
la Cruz, el lugar donde lo mataron a Marcial Palma. ¿Cómo no se me había
ocurrido antes? Qué sé yo, no comprende que ése es justamente el problema. O
tal vez el problema es que ella me atendió, y no sólo me atendió y habló por
teléfono conmigo, sino que vino. Ella bajó de ese tren… —Y no sólo había bajado
de ese tren sino que traía puesto un vestido casi olvidado, un código entre
ellos, una señal secreta, y era como si el tiempo no hubiera tocado a la mujer,
no el tiempo de esos cuatro o cinco últimos meses, sino el Tiempo, como si la
muchacha descalza que había pasado hacía años junto al plátano bajara ahora de
ese tren. Vi acercarse por fin al mozo—. Sí, exactamente ésa fue la impresión
—dijo el hombre que tenía cara de cansancio—. Pero usted, cómo lo sabe.
Le contesté que él mismo me lo había dicho,
varias veces, y le pedí al mozo que me trajera el whisky. Lo que todavía no me
había dicho es qué tenía de extraño, qué tenía de extraño que ella viniera a
este pueblo, con ése o con cualquier otro vestido. Cuatro o cinco meses no es
tanto tiempo. ¿No la había llamado él mismo? ¿No era su mujer?
—Claro que era mi mujer —dijo, y sacó del
bolsillo del pantalón un pequeño objeto metálico, lo puso sobre la mesa y se
quedó mirándolo. Era una moneda, aunque me costó reconocerla; estaba totalmente
deformada y torcida—. Claro que yo mismo la había llamado. —Volvió a guardar la
moneda mientras el mozo me llenaba el vaso, y, sin preocuparse del mozo ni de
ninguna otra cosa, agregó—: Pero ella estaba muerta.
—Bueno, eso cambia un poco las cosas —dije
yo—. Déjeme la botella, por favor.
Ella no era un fantasma. El hombre con cara
de cansancio no creía en fantasmas. Ella era real, y la tarde de ese día y las
horas de la noche que pasaron juntos en este pueblo fueron reales. Como si se
les hubiera concedido vivir, en el presente, un día que debieron vivir en el
pasado. Cuando el hombre terminó de hablar, me di cuenta de que no me había
dicho, ni yo le había preguntado, algunas cosas importantes. Quizá las ignoraba
él mismo. Yo no sabía cómo había muerto la muchacha, ni cuándo. Lo que hubiera
sucedido, pudo suceder de cualquier manera y en cualquier momento de aquellos
cuatro o cinco meses, acaso accidentalmente y, por qué no, en cualquier lugar
del mundo. Cuatro o cinco meses no era tanto tiempo, como había dicho yo, pero
bastaban para tramar demasiados desenlaces. El caso es que ella estuvo con él
más de la mitad de un día, y muchas personas los vieron juntos, sentados a una
mesa de chapa en un baile con piso de tierra, caminando por los astilleros, en
la plaza de la iglesia, hablando ella con unos chicos pescadores, corrido él
por el perro de un vivero en el que se metió para robar una rosa, rosa que ella
se llevó esa noche y él se preguntaba adonde, muchos la vieron y algún chico
habló con ella, pero cómo recordarla después si nadie en este pueblo la había
visto antes. Cómo saber que era ella y no simplemente una mujer cualquiera, y
hasta mucho menos, un vestido, que al fin de cuentas sólo para ellos dos era
recordable, una manera de sonreír o de agitar el pelo. Entonces yo pensé en el
hotel, en el registro del hotel: allí debía de estar el nombre de los dos. Él
me miró sin entender.
—Fuimos a un hotel, naturalmente. Y si eso
es lo que quiere saber, me acosté con ella. Era real. Desde el pelo hasta la
punta del pie. Bastante más real que usted y que yo. —De pronto se rió, una
carcajada súbita y tan franca que me pareció innoble—. Y en el cuarto de al
lado también había una pareja de este mundo.
—No le estoy hablando de eso —dije.
—Hace mal, porque tiene mucha importancia.
Entre ella y yo, siempre la tuvo. Por eso sé que ella era real. Ni una ilusión
ni un sueño ni un fantasma: era ella, y sólo con ella yo podría haberme pasado
una hora de mi vida, con la oreja pegada a una taza, tratando de investigar qué
pasaba en el cuarto de al lado.
—Ustedes dos tuvieron que anotarse en ese
hotel, es lo que trato de decirle. Ella debió dar su nombre, su número de
documento.
—Nombres, números: lo comprendo. Yo también
coleccionaba fetiches y los llamaba lo real. Bueno, no. Ni nombre ni número de
documento. Salvo los míos, y la decente acotación: «y señora». Cualquier mujer
pudo estar conmigo en ese hotel y con cualquiera habrían anotado lo mismo.
Trate de ver las cosas como las veía ella: ese día era posible a condición de
no dejar rastros en la realidad, y, sobre todo, a condición de que yo ni
siquiera los buscara. Escúcheme, por favor. Antes le dije que ese día fue una
dádiva, pero no sé si es cierto. Es muy importante que esto lo entienda bien.
¿Cuándo cree que me enteré de que ella había muerto? ¿Al día siguiente?, ¿una
semana después? Entonces yo habría sido dichoso unas horas y ésta sería una
historia de fantasmas. Usted tal vez imagina que ella, o algo que yo llamo ella
se fue esa noche en el último tren, yo viajé a Buenos Aires y allí, un portero
o una vecina intentaron convencerme de que ese día no pudo suceder. No. Yo supe
la verdad a media tarde y ella misma me lo dijo. Ya habíamos estado en el
Barrio de las Canaletas, ya habíamos reído y hasta discutido, yo había
prometido ser tolerante y ella ordenada, yo iba a regalarle libros de
astronomía y mapas astrales y ella un gran pipa dinamarquesa, y de pronto yo
dije la palabra «cama» y ella se quedó muy seria. Antes pude haber notado algo,
su temor cuando quise mostrarle la hermosa zona vieja del cementerio donde
vimos las lápidas irlandesas, ciertas distracciones, que se parecían más bien a
un olvido absoluto, al rozar cualquier hecho vinculado con nuestro último día
en Buenos Aires, alguna fugaz ráfaga de tristeza al pronunciar palabras como
mañana. No sé, el caso es que yo dije que ya estaba viejo para tanta caminata y
que si quería contar conmigo a la noche debíamos, antes, encontrar una cama, y
ella se puso muy seria. Dijo que sí, que íbamos a ir adonde yo quisiera, pero
que debía decirme algo. Había pensado no hacerlo, le estaba permitido no
hacerlo, pero ahora sentía que era necesario, cualquier otra cosa sería una
deslealtad. No te olvides que ésta soy yo, me dijo, no te olvides que me
llamaste y que vine, que estoy acá con vos y que vamos a estar juntos muchas
horas todavía. Pensé en otro hombre, pensé que era capaz de matarla. No pude
hablar porque me puso la mano sobre los labios. Se reía y le brillaban mucho
los ojos, y era como verla a través de la lluvia. Me dijo que a veces yo era
muy estúpido, me dijo que sabía lo que yo estaba pensando, era muy fácil
saberlo, porque los celos les ponen la cara verde a los estúpidos. Me dijo que
hay cosas que deben creerse, no entenderse. Intentar entenderlas es peor que
matarlas. Me habló del resplandor efímero de la belleza y de su verdad. Me dijo
que la perdonara por lo que iba a hacer, y me clavó las uñas en el hueso de la
mano hasta dejarme cuatro nítidas rayas de sangre, volvió a decir que era ella,
que por eso podía causar dolor y también sentirlo, que era real, y me dijo que
estaba muerta y que si en algún momento del largo atardecer que todavía nos
quedaba, si en algún minuto de la noche yo llegaba a sentir que esto era triste,
y no, como debía serlo, muy hermoso, habríamos perdido para siempre algo que se
nos había otorgado, habríamos vuelto a perder nuestro día perdido, nuestra
pequeña flor para cortar, y que no olvidara mi promesa de llevarla a un baile
con guirnaldas y patio de tierra… Lo demás, usted lo sabe. O lo imagina.
Entramos en ese hotel, subimos las escaleras con alegre y deliberado aire
furtivo, hicimos el amor. Tuvimos tiempo de jugar a los espiones con la oreja
pegada a la pared del tumultuoso cuarto vecino, resoplando y chistándonos para
no ser oídos. Ya era de noche cuando le mostré mi colegio. La noche es la hora
más propicia de esa casa, sus claustros parecen de otro siglo, los árboles del
parque se multiplican y se alargan, los patios inferiores dan vértigo. En algún
momento y en algún lugar de la noche nos perdimos. Yo sé guiarme por las
estrellas, me dijo, y dijo que aquélla debía ser Aldebarán, la del nombre más
hermoso. Yo no le dije que Aldebarán no siempre se ve en nuestro cielo, yo la
dejé guiarme. Después oímos la música lejana de un acordeón y nos miramos en la
oscuridad. Mi canción, gritó ella, y comenzó a silbar aquella czarda inventada que ahora era una
especie de tarantela. Me gustaría contarle lo que vimos en el baile: era como
la felicidad. Un coche destartalado nos llevó a tumbos hasta la estación. Ahora
es cuando menos debemos estar tristes, dijo. Dios mío, necesito una moneda,
dijo de pronto. Yo busqué en mis bolsillos pero ella dijo que no; la moneda
tenía que ser de ella. Buscaba en su cartera y me dio miedo de que no la
encontrara. La encontró, por supuesto. Ahora yo debía colocarla sobre la vía y
recogerla cuando el tren se hubiera ido. No debería hacer esto, me dijo, pero
siempre te gustaron los fetiches. También me dijo que debería sacarle un
pasaje. Se reía de mí: Yo estoy acá, me decía, yo soy yo, no puedo viajar sin
pasaje.
Me dijo que no dejara de mirar el tren
hasta que terminara de doblar la curva. Me dijo que, aunque yo no pudiera verla
en la oscuridad, ella podría verme a mí desde el vagón de cola. Me dijo que la
saludara con la mano.
© Abelardo Castillo: Carpe diem. Publicado
en Cuadernos Hispanoamericanos, Núm. 449, noviembre de 1987.
*Fuente: https://lecturia.org/cuentos-y-relatos/abelardo-castillo-carpe-diem/2680/
Abelardo Castillo.
(27 de marzo de 1935 - 2 de mayo de 2017)
https://es.wikipedia.org/wiki/Abelardo_Castillo
INVIERNO*
Dijiste: - tengo frío.
Más temblorosas que tu
piel
mis manos aletearon
calor en tus pies descalzos.
La alcoba fue una
fiesta de mariposas.
*De Oscar
Ángel Agú.
Preguntintas.
Cuadernos y Palabras 42.
*
Miraste pasar los pájaros
en fuga
hacia lugares de nunca y hojas verdes
y aferraste en un puño
las últimas verdades que cayeron
desprendidas
con el peso levísimo del aire.
Huir se parece a morir,
pero fingiendo
que no hay coraje posible en el escape,
que ese salto mortal hacia el abismo
sólo requiere una destreza precaria,
insuficiente.
Ahora ves pasar los pájaros.
Quisieras
trepar hasta las torres,
incendiarlas,
arruinarte la vida,
la pequeña sustancia
que estás perdiendo de a poco
y sin notarlo.
Ser por una vez el héroe
de una tragedia que ya no te corresponde.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
-Quiero
sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
Regreso
con Ollie*
* Osvaldo
Soriano.
Los dos hombres han salido a cubierta.
Amanece y desde el barco puede divisarse la costa, el primer movimiento del
día. Una leve bruma dificulta la visión desde la popa, donde los dos hombres se
han apoyado y permanecen en silencio.
El gordo está prolijamente peinado, el
cabello ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una
arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca
es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Los ojos del hombre flaco son opacos; los
rasgos suaves del rostro denotan comprensión -resignación tal vez-, y ya no hay
ternura ni esperanza en su gesto. Toda la amargura del mundo mira, desde esa
cara, a la costa inglesa.
Stan coloca una mano sobre los ojos, a modo
de pantalla, un poco para evitar el fulgor del sol que se levanta en el
horizonte, un poco para que el gordo no advierta que esa costa (que es la misma
que dejo hace cuarenta años), es otra para él.
Los cuarenta años pasados en Hollywood lo
han convertido en un hombre cansado. Al fin y al cabo, es mucho tiempo y la
vitalidad no le puede ganar a la vida. ¿De qué valdría estar recostado en un
cómodo sillón, rodeado de nietos que miman, de periodistas que adulan? John
Wayne le dijo una vez al gordo, que ahora está a su lado y entonces no le hizo
caso, que la vida es dura y es mejor defender a cada momento lo que se consigue
porque si no, la gente lo olvida. y la gente olvida su propia risa.
El flaco ha movido levemente la cabeza y le
ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una
sonrisa.
-Ya salen los pescadores- ha dicho el
gordo.
En el horizonte, centenares de barcazas
dejan la costa en dirección al pequeño barco. Sólo Laurel y Hardy permanecen en
cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace
demasiado frío; el viento silba contra el buque.
-Habrá que tomar un tren hasta Lancashire-,
dice el flaco sin mirar a su compañero.
-los trenes tienen que ver con el principio
y con el final- ha dicho Stan.
-Por primera vez, Ardí se ha dado vuelta
para mirarlo. Luego baja la vista. Le gustaría estar otra vez bajo los
reflectores, frente a una cámara de cine.
Piensa que no está demasiado viejo para
eso. Tiene 62 años y está cansado, es cierto, pero debe reconocer que es la
gente quien se ha cansado de él y de Stan.
"Los trenes tienen algo que ver con el
principio y con el final", piensa Ollie. Es cierto. También los barcos y
la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por
vergüenza tal vez, como los elefantes. Él siempre tuvo algo de elefante. No
sólo físicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento cuando sus
colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca eso, los colmillos.
Si atrapa a un elefante, enseguida se los corta y toda la grandeza del animal
desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido, tan dolorido está el
elefante que cualquier otro animal puede matarlo.
-Me siento como un elefante-, ha dicho
Hardy, Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia donde las chalupas
navegan agitadas por el mar.
- ¿Tu padre sabe que llegás? -pregunta
Ollie.
-Le mande un telegrama. Habrá función en
Lancashire. Él todavía trabaja en el teatro del condado.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca
extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave
estremecimiento cuando piensa que su padre lo verá en el escenario. Siempre le
mandaba cartas luego de ver las películas. Alguna vez, recuerda, le sugería
cambiar detalles. El viejo era muy minucioso y no perdonaba nada. Él lo hizo
actor y no le dolió cuando lo dejó ir, aun sabiendo que no regresaría. Quizás
esperaba de su hijo la grandeza que él nunca había conseguido. Y ahora el hijo
regresa, con toda su grandeza a cuestas, y le da miedo enfrentar al viejo (tendrá
más de ochenta años ahora), que todavía actúa en comedias y ha sido premiado en
el condado. Dos hombres viejos van a encontrarse, van a resumir sus vidas en un
instante.
Ollie mira a Stan. Tiene los ojos nublados
y siente ahora un poco de frío. El sol se levanta cada vez más. Las estrellas,
que aún brillan, son las mismas que las de aquella noche de 1912, cuando Stan
partió de Inglaterra. Stan siente ahora lo mismo que aquel día. Es necesario
apostar otra vez por la vida, pero no sabe si alguien querrá aceptar la apuesta
de un viejo perdedor.
Stan enciende un cigarrillo, tiene que
darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas
de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los
tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas. Se han mirado sin
hablar. Stan se ha cubierto la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar.
Ollie le da la espalda. Ambos saben que todo final abre la esperanza de un
nuevo comienzo.
La música llena el aire.
-Osvaldo
Soriano.
(6 de enero de 1943 – 29 de enero de 1997)
-"Regreso con
Ollie” incluido en
Artistas, locos y criminales.
ESPACIOS*
Espacios. Cuando no
existen,
cuando los límites
ahogan
sencillamente, los
creamos.
Es lo único que no
ocupa lugar.
Como el universo
*De Oscar
Ángel Agú.
Preguntintas.
Cuadernos y Palabras 42.
*
De niña, en la terraza, miraba atónita esa
enormidad de estrellas por la noche. No sé cómo las veía porque era miope y no
quería usar anteojos y no los usé hasta las lentes de contacto. Me preguntaba
de dónde había salido esa conciencia que tenía y la respuesta "de entre
las piernas de mi madre", no lograba convencerme. Ese negro anterior y
posterior siempre me ha parecido tan mitológico como cualquier otro invento que
a algunos tranquiliza. Yo pongo la misma cara escéptica que se pone ante un
cielo con angelitos dormidos en una nube.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
SEMINARIO
LOS MISTERIOS DE
BORGES
-Liliana
Díaz Mindurry dictara un seminario de 4 meses de febrero a mayo (por google
meet) en el que se analizaran 17 cuentos de Borges.
-Contacto: lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
DE LA
FUERZA DEL NOMBRE*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice: "¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas
en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato,
hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto
a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?".
Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es
gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a
los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes
extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o
los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares
(también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que
en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado
visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una
pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que
llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo
llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando
estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé qué es, pero hay
algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo
inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita.
Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un
valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La
vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de
describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir
cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier
caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis
palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su
coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi
siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo
de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”,
le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a
Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el
mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea:
¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para
Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra
parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me
escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria,
unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en
medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la
pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no
sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar
hasta ahora que es una de las próximas estaciones del Inventren) y lo peor es
que está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo
ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio
donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es
más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo
de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido
ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia
allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio.
Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse,
pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en
un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un
hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento
argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No
acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría
mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él
repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese
bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro
esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me
atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo
está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de
pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince
canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los
otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí
afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de
arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta
no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es,
como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte
tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el
temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun
así, no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?"
digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea
lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del
barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice:
"¿Acaso quieres tomarme el pelo?". Entonces me atropello, intento
explicarle lo ocurrido, nombro el Inventren y algunas otras estaciones, le
cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite.
"No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta.
Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el
suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona,
idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un
solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces,
sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis
palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad
de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia
un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador
portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca
el Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece
comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y
dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se
larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño
ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un
desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de
diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio.
Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor)
me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez
hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera
continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera
el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal
vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la
luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la
barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un
silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera
y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de
admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando
comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado
a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del
exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos
latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca a la vez, tenues
fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches
olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho
la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros
muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del
fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en
el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que
viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha
insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración:
"...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya
más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo
por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador,
que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en
Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento.
Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo
son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía
en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí
que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el
cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión
era anterior, fue ella quien guio mis pasos hacia estas tierras, ella quien me
llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche,
como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe dónde estaba hasta la
mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo
explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo
borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que
servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un
abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos
amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a
encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que
nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los
días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni
combustión parece.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOS
EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
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escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
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