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VENDRÁN LENTAS PALABRAS

 



*Obra de Noelia Ceballos @noe_ce_arte

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Luego diremos que la muerte es una ciudad más futura que la nuestra.

 

En medio del humo de los automóviles

 

y las estaciones ferroviarias,

 

oímos la cola del río que nace del fondo de sí mismo,

 

la cabellera del viento cuando azota una palabra en la boca

 

donde el maíz posa sus perlas.

 

 

Se dobla la noche

 

en la memoria de los heridos

 

que apagan su alegría.

 

 

*De Milagros Losa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los Futuros*

 

 

I

 

Vendrán palabras suaves,

llantos como palomas grises,

sueños que aletearán

como giran los mundos.

Vendrán lentas palabras

perdidas en la lluvia,

remolinos incruentos,

bálsamos en el aire.

Y ya no habrá dolor,

sino tierra cayendo,

un fino sedimento,

un feliz pedregullo.

No más vivir

con el dolor a cuestas,

con la callada muerte

dando sustos.

 

 

 

 II

 

Vendrá otra vez el mar

como una inmensa madre

a reclamarnos.

Vendrá la espuma

como leche del mundo

y nos dirá: regresa.

Seremos otra vez

millones de moluscos

nadando en una noche igual

a la que viste en sueños,

moluscos ciegos en el agua tibia,

insomnes y desnudos,

gráciles y blandos.

Regresarán las aguas

por lo suyo. Dirán:

te di la vida y te la quito.

Y volaremos

como un único grito hacia la nada,

como bocas sin cuerpo

a mamar de ese pecho,

esa pústula herida,

esa pura fuente inagotable.

 

 

 

 

III

 

 

Vendrán máquinas tristes,

sensibles, compasivas;

a preguntar por ti;

por tus sueños perdidos,

por tu alegre desgano.

Artilugios inquietos,

perspicaces, devotos:

tolerarán mentiras en silencio,

escribirán poemas en las tardes

como quien habla con la lluvia,

mansos.

Vendrán juguetes cínicos,

tenaces, decisivos,

para hurgar en tu vida,

infalibles, urgentes.

Desecharán tus frases ampulosas,

tu balbuceo derretido.

Se reirán de ti

con un humor

que ya no entenderás.

Y ya jamás reunir

desperdigadas partes,

exhibición e intimidad:

truncados mecanismos

de una danza nostálgica,

repetitiva, última.

 

 

*De Gerardo Lewin.  gerardo.lewin@gmail.com

 (Buenos Aires, 1955)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La noche mil dos*

 

 

 *Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Se cuenta -pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico- que en la antigüedad del tiempo hubo un reino próspero que extendía sus límites en la profundidad meridional de Asia. Su rey era sabio y la prudencia gobernaba sus decisiones. Las nubes se extendían por las montañas y la luz del sol pulía la superficie de las casas y de las calles. Los gatos rememoraban otras tardes en la orilla de las fuentes. Las mujeres dejaban sombras que se internaban en los jardines: sus voces se enredaban en las plazas mientras la fiebre de la tarde ascendía en los edificios. Los viejos invocaban a la penumbra en sus oraciones. Durante mucho tiempo hubo paz: generaciones enteras se sucedían en un flujo ininterrumpido. Genealogías compartían una sola memoria que se remontaba a un pasado en el que la sangre se había vertido en vasijas ocres para asegurar la persistencia de las estaciones, el aliento del agua en los ríos y el negro latido en los ojos de las mujeres.

Una noche de verano, al otro lado de las montañas, avistaron luces. Desperdigadas a lo lejos parecían ojos amarillos e inmóviles. Estuvieron algunos minutos, redondas y estancadas en la oscuridad, y después desaparecieron. Nunca se había visto ninguna señal en esa zona y los reinos vecinos eran tan lejanos que era imposible observar la luminosidad que brotaba de sus casas. La noticia se extendió entre la población y, al día siguiente, el rey convocó a los sabios. En una larga mesa se ramificaba el incienso. Las barbas eran escrudiñadas, las bocas sorbían infusiones de azahar para entretener el silencio. El rey, rodeado por sus más cercanos consejeros, inició la sesión. Un sabio propuso echar los dados para saber el origen de las luces; otro dijo que las señales eran profecías y que debían interpretarse en la piel de una mujer virgen, escogida al azar en el mercado; el ultimo -el más Viejo- afirmó que todo acto, por ínfimo que sea, tiene su réplica en el universo: el movimiento de los astros dibuja, para el que sabe ver, a una escala diminuta, los gestos de cualquier hombre sobre la faz de la Tierra. Por eso habría que escudriñar el cielo en busca de inconsistencias, extrañas formaciones de nubes; incluso cambios en la migración anual de los pájaros que inundaban tejados y azoteas. Se anunció al pueblo la falta de consenso después de horas de discusión y la gente, apesadumbrada, regresó a sus casas.

Un antiguo profeta decía que la sospecha es un animal cuyos tentáculos se extienden hasta apresar el alma de los hombres y llevarlos a la locura. El reino mantuvo sus actividades diarias, sin embargo algo había cambiado en la gente: las miradas iban por lo bajo, como si hubiera signos ocultos entre las piedras. La plática antes vivaz en las plazas se había convertido en un murmullo que se apagaba con la puesta del sol. Los eruditos seguían enredados en suposiciones: quizás el número de luces o la distancia entre ellas concentraban un significado que sólo podía develarse estudiando tratados antiguos, fórmulas matemáticas, conjuros. La gente los veía deambular por las calles, con el cabello revuelto, llevando libros de gruesas tapas bajo el brazo. El rey mandó un destacamento de guerreros a los límites del reino para vigilar las montañas y dar aviso en caso de que retornaran las luces. La gente subía a lo alto de las casas pero no hubo más señales. La oscuridad era un mar tranquilo que envolvía las montañas y los valles. Las estrellas mantenían su posición en el cielo. El filo brillante de la luna seguía avivando insectos.

Transcurrieron los días. El rey trató de olvidar el incidente, sin embargo, una noche soñó que salía de sus aposentos y recorría los corredores principales del palacio. Los salones estaban desiertos. Un amplio ventanal parecía interrogarlo desde el fondo de un pasillo. El rey se acercó y miró al exterior: unas luces se movían entre las montañas. El silencio se rompió con un murmullo que creció, como si muchas voces estuvieran atrapadas en algún punto del espacio. El murmullo se convirtió en un zumbido que resonaba en las paredes. El rey caminó de regreso a sus aposentos, pero el pasillo conducía a pasajes sin salida; algunos corredores se bifurcaban y otros regresaban al punto de inicio. En su corazón tuvo la sospecha de encontrarse en las entrañas de un inmenso laberinto que, en algún momento, lo aniquilaría.

El rey despertó entre sudores. Su carácter afable desapareció y ya no sonrió en las audiencias. Cuando era requerido para resolver alguna disputa apenas atendía las razones de los demandantes. Las fiestas se suspendieron. Dejo de recorrer los jardines en las mañanas y, a veces, se encerraba en sus habitaciones hasta el crepúsculo. El cambio en sus costumbres fue notorio para todo el reino. Su rostro demacrado tenía el color de la luna llena. Circulaban rumores que acusaban al gran visir, un anciano venerable, conocedor de las artes médicas, de un envenenamiento: quizás vertía algún líquido extraño en la copa de vino que ofrecía a su señor todas las noches para derrotar al insomnio. Tal vez utilizaba su conocimiento para influir en los humores del rey y, así, manejarlo a su antojo. Otros decían que un grupo de notables conjuraba para hacerse del poder y sólo esperaba las condiciones necesarias para dar el golpe definitivo.

 

Las mujeres en las plazas comentaban las últimas novedades. Las jóvenes consultaban su futuro en los posos ardientes del café. Algunas bodas se aplazaron hasta tener alguna certidumbre. En el palacio el rey era acosado por muchas ideas. Había contado su sueño al gran visir y a sus principales consejeros pero ninguno logró explicar su significado. Parecía que el laberinto se volvía realidad con preguntas que no iban a ningún lado, con pensamientos que eran círculos regresando al punto de inicio. El rey empezó a creer que su tiempo se agotaba y que las luces eran los ojos de un animal que jugaba con él, como el gato que se entretiene antes de devorar a su presa. Consultó libros sagrados y profanos. En las noches paseaba por el castillo mirando los retratos de sus antecesores, una ilustre saga de valientes que habían domesticado el fuego y convertido a Alá en su único Dios. Seguía soñando que recorría los pasillos desiertos cercanos a su dormitorio. Iba de salón en salón mirando mesas de oscuro roble, consteladas con fruta dispersa, platos en el suelo y velas aun ardiendo, acometidas apenas por imperceptibles corrientes de aire. Las sillas, también dispersas, parecían haber sido abandonadas segundos antes, como los camarotes de un barco antes del inminente naufragio.

El gran visir le dijo que no había ninguna muestra de inestabilidad. Desde hacía muchos siglos se había acordado la paz con los reinos cercanos. Los campos daban cosechas abundantes y las estaciones se mantenían gracias al favor del Altísimo. Sin embargo, en las calles, la gente seguía inquieta por las luces y su sentido. El rey, obcecado, siguió con sus consultas. Una noche, sumido en las tinieblas del insomnio, fue a la gran biblioteca a seguir interrogando libros. Pasó de la anatomía de los cielos a la de los hombres; de la densa botánica al prolijo estudio de los minerales. Harto de volver las páginas, con los ojos nebulosos después de fatigar los abultados volúmenes, iba a abandonar la tarea cuando descubrió un ejemplar cuyo perfil, consumido por el tiempo, asomaba entre las patas de un sillón acosado por las termitas. Lo acercó a la luz de las velas: no había ningún título en la portada; tampoco había referencias del autor. La superficie del libro parecía latir como un corazón oscuro que acicateaba el deseo por conocer su contenido. Al abrir las tapas ascendió hasta su nariz un tenue olor a madera quemada, como si aún retuviera en sus entrañas las huellas de un lejano incendio. El rey comenzó a leer una historia que se remontaba milenios atrás, cuando su pueblo apenas se había establecido entre las montañas después de vagar por territorios devastados por la lenta fiebre del sol y por insectos que, se decía, eran capaces de devorar hombres. Recorrió un linaje antiguo del cual apenas tenía noticia; atestiguó el establecimiento de costumbres y la constitución de las primeras leyes. Pronto llegó, mientras la noche ganaba altura, la historia de un rey querido por su pueblo por su sabiduría y justicia. La narración contaba que, un día, después de la acostumbrada audiencia matutina, aparecieron luces en el cielo. El anónimo autor no detallaba la forma ni el color de éstas, sólo describía la perplejidad de los habitantes y el temor que comenzó a extenderse como una enfermedad que gangrenaba el reino. Ante la falta de una explicación plausible la gente comenzó a dudar del rey. Muchos dijeron que esas luces vaticinaban el avance de un imaginario pueblo enemigo; otros afirmaban que eran señales del fin del mundo. En todos los escenarios, incluidos los más inverosímiles, el rey aparecía como alguien incapaz de proteger a su pueblo. Pronto se habló de destituirlo y su guardia personal, fieros combatientes dispuestos a ofrendar su sangre por él, abandonó sus votos de fidelidad. La última hoja, cuya volátil caligrafía denotaba una mano apresurada, refería la muerte del rey en la plaza central de la ciudad y la destrucción del castillo a manos de una turba guiada por heresiarcas y líderes populares.

El rey guardó el libro en un baúl que escondió atrás de un armario. La amenaza ya no era una espada imaginaria pendiendo sobre su cabeza sino un escenario que, seguramente, se repetiría. Ya no confió sus pensamientos a sus sirvientes más cercanos, ni siquiera al gran visir que fingía ocuparse de sus labores, quizás esperanzado que el tiempo y la costumbre se impusieran a la zozobra. En el reino apenas se comentaba el misterio de las luces y el tema de conversación se centraba en el rey y su conducta. Algunos decían que planeaba escapar del castillo; otros afirmaban que se sometía a extraños ritos adivinatorios que, quizás, lo acercarían al conocimiento íntimo de las luces. Sin embargo nadie pudo prever lo que ocurrió días después, cuando el rey despachó heraldos en todas las ciudades y pueblos que anunciaron la disolución del consejo del reino, aquel que representaba los intereses de los gremios y los distintos grupos sociales. Ante la amenaza invisible que se cernía sobre el reino, las nuevas disposiciones incluían la prohibición de salir a las calles después del crepúsculo y la obligación de avisar a la autoridad de cualquier incipiente peligro. El rey, a través de sus emisarios, afirmaba que estas medidas eran temporales y que confiaba en el pronto regreso a la normalidad. Sin embargo, todos los días, sin una razón aparente, se añadían nuevas previsiones: se apostaron destacamentos en la frontera oeste, aquella por la cual habían aparecido las luces; hubo nuevos reclutamientos y la noche era recorrida por cuadrillas que registraban a los escasos paseantes que se atrevían a retar el toque de queda.

El tiempo transcurrió lentamente. La vida en las plazas y en los parques se redujo a un siseo que se hacía cada vez más débil. Los rostros que se veían en las calles parecían pasados por fuego. La gente prefería salir sólo para lo indispensable. Entonces empezó un rumor: se decía que alguien, quizás un granjero o un guardia confinado a la frontera, había sido testigo de nuevas luces. Esta vez, se afirmaba, eran luces más definidas que recordaban la silueta indecisa de unas antorchas. Las medidas se endurecieron y se habló de una guerra inminente, de un sitio para el cual todos debían estar preparados. Se recolectaron víveres y se diseñó un plan de defensa. Los heraldos difundían las últimas noticias y, como suele suceder, la gente aderezó los parcos informes con los frutos de su imaginería: filas casi infinitas de caballos montados por jinetes cuyos rostros embozados los hacían parecer fantasmas; oscuras manos empujando canoas de bambú que dejaban una huella imprecisa en el agua. Sin embargo, nadie conocía a un testigo directo de los hechos, nadie de viva voz confirmaba un solo avistamiento y los temores.

El rey recorría los pasillos asesorado por nuevos consejeros que, con mirada severa, le recomendaban nuevas medidas y previéndole de gente que probablemente podría cooperar con los inminentes invasores. Comenzó a perseguir a los sospechosos. Reavivó prácticas de sultanes que habían fundado su poder en el acero y en el cadalso. Las hachas se afilaron y algunos guardias se entrenaron como improvisados verdugos. Uno de los primeros en caer fue un viejo consejero que, supuestamente, había sido sorprendido conjurando para derrocar al gobierno… En las casas, en las mezquitas y en los baños públicos se hablaba de tiempos oscuros, de una prueba que apenas comenzaba y cuya conclusión se vislumbraba terrible.

Se formó una guardia secreta que se encargaba de recorrer las calles, confundirse entre los ciudadanos y descubrir cualquier asomo de conjura. El miedo dividió amistades y la sospecha fragmentó a familias enteras. Delaciones se ejercían en la penumbra, amparadas en el bullicio de los mercados o en la soledad de un callejón ciego. Miradas se cruzaban en el calor de las tardes buscando alguna flaqueza, alguna sospecha suficientemente sólida como para llevar ante la autoridad a algún añejo enemigo. Muchos perdieron sus fortunas y decenas de mujeres se arracimaban afuera de sus casas, llorando la pérdida de un hijo o un pariente cercano. Conforme avanzaron los días las ejecuciones aumentaron. El cadalso era utilizado desde temprana hora. Los cadáveres eran abundantes y se derramaban en la periferia para el solaz festín de las moscas. Hubo días en que el olor corrupto impregnaba cada rincón del reino y permanecía flotando hasta la madrugada perturbando a perros y a bestias de carga que, encerradas en sus corrales, bufaban y daban coces.

Después de la disolución del consejo el gran visir había pasado a un segundo plano y sus atribuciones eran solamente de índole administrativa. Aprovechando su lejanía con el poder recorrió los pasillos del palacio. Se internó por la estructura burocrática buscando información que restañara la sangre que corría por los cada vez más abundantes patíbulos. Quizá escuchó un comentario dicho al descuido o supuso una confesión que sabía desde hacía mucho: los rumores sobre las luces eran creados en el palacio y difundidos mediante una red perfectamente calculada. El miedo era una mano cerrándose lentamente sobre el reino, asfixiando voluntades, callando voces. En las brechas de sueño que le dejaba el insomnio se veía en un desierto gobernado por un dios cuya misericordia tenía la consistencia de un espejismo.

Una mañana un grupo de guardias fue a la casa del gran visir y lo llevó entre empujones al palacio. En un salón penumbroso y, con el rey ausente, fue acusado de tener tratos con nigromantes vinculados con las luces y con la desestabilización del reino. No se presentó una sola prueba. Lo tomaron de las barbas y lo arrojaron al suelo. En medio de burlas recibió puntapiés y algunas pedradas. Más tarde, sin juicio alguno y sin la oportunidad de despedirse de sus parientes, fue colgado. Su figura permaneció unos segundos, oscilante, como un doloroso péndulo, coronada por un par de buitres que disputaban las mejores partes de su cuerpo. Pocos atestiguaron la ejecución hasta el final. La plaza fue ocupada por el silencio y una nube turbia flotó en el cielo limpio, como una imprevisible mancha de tinta.

Surgieron algunos grupos de inconformes. Se reunían bajo un estricto secreto. Discutieron la forma de acabar con la pesadilla. Una noche un viejo pidió la palabra. Mientras menguaba la luz de las velas recordó que, en tiempos pasados, el reino vecino había acudido en su ayuda cuando una pertinaz sequía había convertido los campos en un mar de piedras. Su voz llenó la pequeña habitación. Añadió que ese reino podría encontrarse en dirección al oeste, por donde habían asomado las luces. Las reuniones se sucedieron sin llegar a un plan claro: nadie se atrevía a cruzar la frontera. No tenían armas y el apoyo de la gente se reducía a temerosas miradas de aprobación. La situación se estancó y el plan parecía quedar en un buen deseo cuando un general del ejército apostado en la frontera se acercó a ellos y les dijo que los ayudaría. Reunieron a los miembros más importantes de la conjura. Algunos temieron una trampa. Sin embargo no había muchas opciones y los muertos se seguían acumulando tiñendo de rojo las esquinas. El general -después de pedir la gracia del anonimato- contó que la natural corrupción del gobierno, por la incesante búsqueda de culpables, había llegado hasta el ejército. Había necesidad de nombres que acusar, cuerpos que colgar en la altura de los cadalsos. Los altos oficiales pedían a sus subordinados cuotas en especie o en brillantes monedas de oro para no acusarlos de traición. Una red de posibles delaciones se entretejía en las ruidosas comidas, en los cambios de guardia. Así cayeron varios oficiales y, los que habían resistido, habían enfrentado el filo incesante del verdugo. En poco tiempo, dijo el general, todos morirían.

Con ayuda de un pequeño destacamento fiel al general consiguieron bastimentos y algunos caballos. También llevaron un mapa en el que se perfilaban lóbregas colinas, secretos bosques y, tras ellos, una extensión vaga y sin nombre cuyo color amarillo sugería una planicie casi infinita. Antes del crepúsculo matutino salieron de sus casas. Evadieron la vigilancia y sus pasos fueron opacados por el ruido vivo de los insectos. Las paredes blancas recibían la sombra de varios hombres aferrados a la bendición de sus mujeres y al recuerdo de lo que estaban dejando atrás. Superaron la frontera del reino y se internaron por senderos apenas bosquejados en el mapa, caminos que recorrían sólo los viajeros más audaces o mercaderes que iban de pueblo en pueblo mostrando animales extraños conservados en frascos o hierbas nunca vistas que prometían curar cualquier dolencia.

Transcurrieron jornadas fatigosas. Los pasos eran más por inercia que por la convicción de llegar a algún lado. Perdieron la cuenta de las horas y, después, de los días. Una vez agotados los víveres consumieron hojas y raíces. El tiempo parecía detenerse: la orilla de la luna menguante era una sonrisa alucinada. Dormían por turnos para no ser víctimas de los animales salvajes. Los que podían dormir soñaban y en sus sueños volvían sobre sus pasos, sus palabras eran devueltas a sus bocas y los parpadeos se disolvían en un denso color amarillo. Una tarde alguien miró una minuciosa formación de nubes y dijo, no con poco asombro, que habían permanecido así durante días, como las fichas de un juego detenido. Las respiraciones eran cada vez más pesadas. Un día llegaron a los límites de un bosque, conforme se internaron se hizo menos denso y encontraron una vaga familiaridad con el sendero, como el que vuelve inadvertidamente las páginas de un libro y encuentra palabras, citas, rastros. Rezaron para que su viaje, al fin, tuviera término. Después de superar una breve montaña vieron las visibles fronteras de un reino y, sin querer demorar su arribo, prendieron antorchas y descendieron por un camino pensando en el final del periplo. A lo lejos se veían las bocanadas amarillas; a veces desaparecían entre los árboles. En el reino algunos granjeros vieron luces que se acercaban por el oeste y dieron el aviso a sus vecinos. Pronto la noticia se extendió por todas las ciudades y el rey convocó a su consejo para decidir lo que harían. Los viajeros sintieron que el sendero se alargaba y que el sol, en lugar de avanzar, regresaba a su punto de origen. Sin saber qué tiempo habitaban comenzaron a recorrer edificios devastados, polvo disperso. Cuando llegaron al palacio principal encontraron en el trono el cuerpo carcomido de un rey y, entre las manos, aferrado como un inútil sortilegio, un libro desprovisto de título y de portada color negro.

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vasijas griegas*

 

 

El encanto de la vasija es que el vacío tiene un límite,

a la absurda posibilidad de llenarlo de algo nuestro,

una gentileza de lo imposible a la propia voluntad.

Aunque visto de afuera es curiosidad y prudencia,

el miedo a lo desconocido, a un contenido ajeno.

A una muerte agazapada, a negar la mano sin ver,

a romper sin culpa un recinto consagrado por otro.

La breve ilusión de negar que el vacío es ilimitado,

que está en siempre en expansión como el universo.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CABEZA Y TIEMPO*

 

El busto estuvo siempre sobre la mesita del living, una de esas cosas invisibles por exceso de permanencia, por desaparición de los sentidos a fuerza de repetición. Como el olor de la propia casa, única confluencia de rastros olfativos que nos está negada porque se halla ya incorporada de tal modo que desaparece, así el pequeño busto de mármol era un objeto transparente.

Años de pasar por la habitación sin reparar en la esculturita, blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.

Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende la mano y la sensación del peso, la frescura de la piedra calza guante y zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas. Hecho para ser observado de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid que corporiza una presencia de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.

Es una cabeza masculina y esa es la primera sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que parecen abstraídas en sus pensamientos, pero en las que se adivina un definitivo no pensar, se adivina la pose tentadora de la reflexión imitada rasgo por rasgo frente silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios quietos casi serios casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a una jovencita.

Pero es una cabeza masculina. Un hombre que la mira a los ojos con atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle, con los rasgos firmes de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener con solvencia el puente sólido y perturbador de los ojos en los ojos.

Por un rato no puede hacer otra cosa que mirar los ojos que la miran.

Siente que hay en dejar vagar la atención por el resto del rostro como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente que cortar el puente es un reconocimiento de vergüenza, una especie de demostración de debilidad. El hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.

Con aceptación de derrota aparta entonces la vista y descubre las finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco perfecto recorriendo con firmeza el contorno de las órbitas, los labios cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia, único e indiviso apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese hombre que confortablemente es él y no aparenta ni finge, que es él y no otro, tal como debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad, que si un vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra, otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad. Y en la palma de su mano, en la palma de su mano.

¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los labios ella que lo sostiene en la palma de la mano, ella que es sostenida desde la palma por esa pieza monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que es solamente una escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla negada a la palabra negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y hace crecer pero las más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.

Esos ojos esa boca que no puede responder la contemplan desde la eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija el hombre la mirada en sus ojos. Desde siempre, pero en este instante la mira. Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá mañanas y tardes y noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su cuerpo se derretirán en torno a los huesos, que su carne está construida con la fragilidad de lo perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la observa se lo dice con tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de desesperación. Con tranquilidad se lo comunica silenciosamente. Y la mira.

Deposita suavemente el busto en la mesita.

Se sienta en una silla.

Volverá a tomarlo en sus manos una que otra vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y quietud y espacio estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura como segura es la propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como promesa, las más como simple clausura si es que existe alguna clausura que pueda relacionarse de alguna forma con la simplicidad.

¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente. ¿Quién eres tú?

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El hombre que viene del futuro. *

 

Mi amado

niño del sol y el polvo

La Madre Tierra

Tómate un momento

y escuchar al pájaro llorando

dentro de tu corazón

Escucha el viento baja

desde las montañas más altas

advirtiéndote de los días más oscuros

cuando el amor será desterrado.

 

Mi amado

hijo e hija de la música

de todos los idiomas hermosos

Escuchen a este viejo ciego

que viene del futuro

para advertirte

de odio y ceguera

porque ambas son las fuentes

de la miseria humana.

 

 

Mi amado

Escucha al pájaro llorando

Escucha el viento baja

desde las montañas más altas

Escucha, escucha, escucha

 

¡Mi amado!

 

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

 

 

 

 

 

 

 

 

APOCALYSE NOW*

 

Empezó como suelen empezar las cosas, con signos mínimos, insignificantes, casi invisibles. Una automotriz anunció que dejaba de fabricar su auto más vendido. Le siguieron otras.

Esto pasó muchas veces en la historia del capitalismo, es una rutina naturalizada del ave fénix. Un producto que deja de generar dinero no se produce más.

El mundo, la inmensa fábrica y arsenal de mercancías tenía una industria clave: producir ese artefacto de cuatro ruedas que pudiera ser símbolo de status y quizás tener un valor de uso importante.

La nueva crisis, cuyo contagio no pudo ser aislado comenzó en un país sudamericano.

Un periodista se detuvo al ver a una mujer de unos 70 años que golpeaba furiosa con un palo a un auto que le dejaron estacionado en la calle obturando la salida de su garaje. La mujer había hecho la lógica: llamar a la policía para denunciar que el auto estaba allí. El gentil oficial Kurtz le explicó que "de la nada" los abandonos de autos se habían multiplicado.

Ahora el mundo será “un caracol que se arrastra por el filo de una navaja de afeitar”.

Eran autos impulsados a combustible fósil. Aunque los vehículos con motores eléctricos tampoco podían ser utilizados por la cíclica falta de energía en extensas zonas.

Las personas abandonaban sus autos al terminarse el combustible. No les importaba ninguna consecuencia como la pérdida de un valor. Algunos más conservadores dejaban sus autos en sus jardines. Allí con el paso del tiempo eran cubiertos por plantas. Las flores cubrían en primavera las manchas de óxido. Los cementerios de autos crecían. La crisis fue contagiando al modo de producción de un modo ilógico e inexplicable.

Un profeta había anunciado el retroceso a una época de carretas tiradas por bueyes.

 

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La fábrica de monstruos*

 

Tengo tres perros furiosos, dijo el tipo que alimentaba la usina de

monstruos: la Ingratitud, la Soberbia y la Envidia.

Los perros mordieron a casi todos los obreros y desataron una especie

de guerra fratricida, donde el dinero fue el motor principal que la

impulsaba. Ahora que casi todos se infectaron, las acciones tienen una

lógica gobernada por las leyes del mercado.

La fábrica multiplica los monstruos, con una precisión de relojería y ya

no se sabe quién es humano y quién no.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

Caracol*

 

 

En las tenebrosas aguas de la noche

es un molusco desnudo sin caparazón

y es maltratado contra la rompiente.

Indefenso sin la armadura de la vigilia

a merced los agudos picos de las aves

la luz del sol y las miradas enemigas,

sin la máscara del semblante correcto

a los humores que propone la vida.

Se pone la cara y el gesto aconsejable

para mantener a salvo el ritmo cardíaco

y eso hace una ficción de hermandad

que nunca es real. Coraza que soporta

los sacudones de las mareas y las púas

de lo que aún queda de la humanidad.

 

* Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio nació en Llavallol, provincia de Buenos Aires, en 1954. Realizó talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas Circulares, 2018), y de los poemarios El cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”, Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error.

-Nuevo libro de cuentos de Horacio Rodio-

La oscuridad de los hechos.

-Editorial Esa luna tiene agua.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

El hombre cavó con calma un hoyo en la tierra húmeda y enterró en él la máscara que fue la representación de sus ancestros. Y nació del hueco un árbol robusto y mágico de cuyas ramas colgaban miles y miles de ojos en lugar de hojas. La vieja madera volvió a ser madera viva, verde y fulgurante como el mismo brillo de las estrellas; el hombre agotado y viejo se refugió bajo su cobijo a esperar a que, las alas de la gran sombra le llamaran de vuelta a las raíces del gran árbol. Porque todo ha de volver a su destino. El agua al agua, el fuego al fuego y la soledad del cuerpo a otro cuerpo. Y el árbol dio testimonio de su vida ante el gran viento y los miles de ojos lo lloraron con la intensidad de lluvia, y las aves parlotearon en el aire su regocijo por el sabio de la máscara. Pero durante la séptima estación de lluvia una nueva máscara fue consagrada en el bosque para que fuera los ojos de aquel hombre que se perdió en el gran sueño.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RENAZCAMOS*

 

 

Yo no creí que luego de Áspero vendría Reseco. Aluciné que Áspero era una temporada de años acostumbrados a repetirse a sí mismos. Que la llegada de los invitados itinerantes Amargo y Frío serían cosa de contar con los dedos de una mano. Pero armaron su carpa bien cerca de nuestro hogar y se aparecían. Incluso alguna vez se quedó a vivir Amargo mientras los días eran una colección de oscuras columnas apiladas.

Calor no vendría nunca más como al principio, eso sorprendió porque más de una vez había amagado con reaparecer entre las telas de la cama. Pero no era más que tibieza, humedad o el calor atmosférico en fricción con la piel. En el recuerdo no quedaba el corazón a saltos y las partes disponibles de la anatomía ya no lucían alegres. Nunca como durante aquellos siete años que se convirtieron después en explanada sin retoques, en meseta.

Aridez se dejó estar, apoltronada entre todos los objetos de la casa y al aire del sol se resecó más convirtiéndose en una Aridez de otro planeta, sin aguas en las profundidades de la tierra, diferente, reinventándose a sí misma. Lo curioso es que no se quebraron los frutos ni las flores, lo asombroso es que Aridez los encontró pendiendo de su biología y los petrificó en su estado inmortal. Cosa de recordar, siempre recordar. Aunque duela. Por los recuerdos de las flores, de los brotes que prometían y que se quedaron ahí encerrados en sí mismos, mirándose la existencia, impotentes para crecer. Hermosos y muertos.

Vientos. Una vez soplaron vientos sobrenaturales. Lo que quedaba fue desapareciendo. Quizá debí haber puesto una campana de cristal sobre cada tesoro, como el Principito lo hizo con su amada rosa, quizá debí procurarme muchas campanas de cristal preparándome para el momento. Había tanta, tanta belleza que cuidar aún. Pero arrasó, Viento arrasó con casi todo. Aún hoy encuentro restos de aquellos días.

Desolación llegó. Y nunca se fue. Se quedó a vivir en un lugar que no consigo identificar. Quizá sea nómade, pudorosa o evasiva, lo cierto es que permanece y no hay modo de que desaparezca.

Cuando llegó Agua no dio tiempo. Una noche, sin preludios ni intuiciones llegó. Pero no se acercó a la puerta y nos visitó amablemente, como era costumbre entre tanta tierra partida. En lugar de esto se reveló y se fue metiendo adentro de lo más interior, metida inevitablemente allí donde no debió entrar nunca. Y arrasó con los colores que quedaban, con los recuerdos que sobrevivían a tanto. Y el moho invadió las superficies y cada parte nuestra se humedeció y no pasaba un día sin que alguien encontrara colores desteñidos. Se pudrió el agua estancada y fue costoso remover cada parte putrefacta, secarla al sol, renovar lo salvado y hacer que no había pasado nada, que los otros no sufrieran por esa imagen del agua llevándose todo.

Ahora vislumbro un verde nuevo entre el abandono, un brote que comienza su ascenso en busca de sol, insistiendo para volver a la vida. Quizá, como en los incendios, diez años pasen y las tierras recobren su vida igual que las personas y crezcan especies aún más vitales y los colores tengan otra belleza inusitada. Quizá la línea empiece a dar saltos y el círculo se cierre.

Hay que esperar. Tener ojos para ver qué viene luego. Si llegara Tierra con sus bailes no quedaría estructura para cobijarnos. No hay refugio que te cuide de perder, perder lo propio, adentro y afuera. Habrá que acostumbrarse a olvidar el sabor y la sensibilidad térmica para no ponerse triste. Habrá que seguir andando para poder descubrir otra belleza de esas que se convierten en nuevos recuerdos para tener presentes, como un prendedor, un anillo que acompañe en los caminos para escapar de lo más espantoso de la vida. Quizá el círculo al fin cierre. O renazcamos.

 

(De Intemperie, 2016 Viajera Editorial.)

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-Mentoría de procesos creativos

-Taller de escritura y emociones

-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Es necesario cerrar todos los presupuestos y parámetros (todo el saber adquirido y consensuado) para desinstalarse y empezar de nuevo cada día en otro universo.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Lo inmediato*

 

El hombre, casi un anciano, camina erguido por la acera.

El papelito en la mano.

En él, esas extrañas palabras: “Estación Polvaredas”.

La sensación de libertad y de vértigo.

La multitud pasando junto a él sin prestarle atención. Al mismo tiempo, el recuerdo de una institución. ¿De qué clase? ¿Una cárcel? ¿Un cuartel? ¿Un claustro? ¿Una Universidad? No. Esto último no. La sensación recordada, o más bien vagamente intuida, es opresiva, de encierro. Pero ya se ha ido. De nuevo es la gente que pasa. Un joven trajeado le sonríe. ¿Tal vez le conoce? No va a ser posible saberlo, porque el joven continúa su veloz marcha entre los demás viandantes y se pierde tras un grupo de jovencitas que conversan con gran estrépito.

Volvamos al papel. ¿Qué hace ahí? ¿Qué significa? Estación… ¿De tren? ¿De autobús? Y ¿Quién escribió la nota? Porque esa no es su letra. ¿O sí? Vuelve a mirar alrededor. Palpa sus bolsillos, mas no hay nada en ellos. ¿Es un indocumentado? No sabría decirlo. El dolor en el costado le hace pensar que tal vez alguien le asaltó para robarle, pero no puede recordarlo.  Quizá no sea más que una dolencia propia de la edad. Las risas de unos niños le distraen. Mira hacia ellos. Juegan. ¡Qué cosa grande ser niño y jugar con esa alegría, esa despreocupación! Por fin una certeza: Es un adulto. Si pudiera mirarse en un espejo… Justo entonces ve la entrada a unos grandes almacenes. Se dirige hacia ellos. Tiene la impresión de que encontrará allí alguna respuesta, aunque ignora a qué pregunta. Al entrar al sitio, junto a las escaleras mecánicas, ve el espejo y se acerca. Se mira en él, pero no reconoce a ninguno de todos esos reflejos. Tras unos segundos, logra identificarse, pero su aspecto no le resulta familiar. Ése no puede ser él. Y ahí surge una nueva pregunta: ¿Quién es él? E inevitablemente, una segunda: ¿Qué aspecto tiene o debería tener? Ambas respuestas le están vedadas. No puede recordarlo. Vuelve a mirar el papelito y esas dos palabras escritas, como si allí pudiese existir alguna clave para desentrañar el misterio.

Una empleada sonriente se le acerca y pregunta si puede ayudarle en algo. Le gustaría responder afirmativamente, pero oscuramente sospecha que si le hace a ella las preguntas que él mismo no logra responder, muy bien puede tomarle por un desequilibrado. ¿Será eso? ¿Estará loco? No quiere ni pensarlo. Más bien entrevé otra cosa: Un olvido momentáneo, la urgencia de hacer algo, de ir a algún sitio… ¿Será ése el sitio? se pregunta mirando de nuevo el papelito. La empleada sigue ahí y el hombre niega con la cabeza, tratando de devolver una sonrisa cordial, pero consiguiendo apenas una mueca que inquieta ligeramente a la vendedora, quien se propone no perderle de vista, al menos mientras deambule por esa planta.

Tal vez el hombre haya percibido, de algún modo, esos pensamientos, porque se dirige hacia la escalera mecánica y, mediante ella, al piso superior: “Moda caballero”, desapareciendo en unos segundos del campo de visión de la empleada recelosa. La segunda planta está llena de trajes, pantalones, corbatas, zapatos y demás prendas de vestir. Un par de vendedores, de ésos cuyas sonrisas parecen talladas en piedra, se le acercan ofreciéndole algún producto, pero el hombre niega con la cabeza y camina sin prisa por entre los innumerables pasillos. ¿Busca algo? Sí. Un recuerdo que no llega. Su presencia, en un lugar tan grande, debería pasar desapercibida, pero no es así. En todo momento hay alguien pendiente de sus actos. Como si ese inocente papelito en su mano fuese un artefacto explosivo o la revelación de un secreto abominable.

Ha debido cambiar nuevamente de planta, porque ahora se encuentra rodeado de artículos deportivos. La visión de los balones, las canastas, las raquetas, le transportan muy lejos, hacia atrás, en el recuerdo. Pero es sólo un instante. Las escenas de esa lejana juventud ni siquiera llegan a concretarse. Pasea por la sección de artes marciales bajo la atenta mirada del encargado de la misma. Ya no le preguntan si desea algo. Se ha debido correr la voz. Un intruso recorre los almacenes sin objeto alguno. No parece peligroso, pero hay que mantenerle vigilado.

Con la mano libre, sopesa una pelota de tenis. Mira hacia arriba, como tratando de apresar un instante en su pasado, pero no hay nada. Sólo el contacto suave de ese objeto, que le resulta grato. Resignado, la deja junto a las otras pelotas y continúa su peregrinaje por el edificio. En la sección de moda femenina siente como un pinchazo, una revelación. Sin embargo, se va tan velozmente como vino. Cabecea dos o tres veces, como negando algo a un interlocutor invisible y sigue subiendo.

Se detiene en la sección de juguetería, con una indefinible pero agradable sensación. Pasea entre los múltiples estantes repletos de artículos hechos para el ocio. Algunos le traen vagos efluvios de un pasado remoto. Otros no. Se pregunta cómo funciona uno u otro de los que están a la vista. En cualquier caso, son siempre instantes. Instantes desgajados de su empresa principal, que es una búsqueda, aunque él mismo ignore el objeto de la misma.

De pronto ve un tren: una maqueta hecha a escala. Una de esas maquetas tan perfectas que cualquiera tomaría por trenes reales. Y lo recuerda todo: Mira el papelito. Sabe que debe reunirse allí con… ¿Con quién? ¿Con quién? Pero ¿y la fecha? ¿Qué fecha es? Es urgente encontrar un calendario, preguntar a alguien… En ese momento ve los ojos. Unos ojos grandes que le miran con simpatía. Los reconoce, aunque no pueda precisar a quién pertenecen. Sólo sabe que no son ésos los ojos que hay tras el papelito. Ella se le acerca, le habla en susurros, le dice que ya todo está bien, que ella va a llevarle al sitio donde debe ir. Él, olvidado ya de todo, se deja llevar. Tras la extraña pareja (él con su traje raído, ella con su uniforme blanco), dos fornidos enfermeros caminan en silencio, paralelos, clones de sí mismos. El papelito descansa ahora en el bolsillo de la camisa del hombre. Los recuerdos, la entrevisión de esa estación perdida en el misterio, como cada tarde, se han desvanecido nuevamente.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

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