*Foto de Noelia Ceballos.
El susurro*
Los días pasaban, parecidos entre sí como
pasan los días. Ya el susurro era un integrante más del grupo, no alteraba los
ritmos, las charlas se sucedían fluidamente, el té seguía su ritual, las
mujeres tenían sus pequeñas conversaciones, en voz más baja a veces, para no
ser oídas por los hombres que a su vez atenuaban sus voces para contarse
pequeñas historias privadas. Sólo el susurro participaba en todo. Se deslizaba
en suave ondulación hacia uno u otro grupo o alguna mujer en particular. Eso
era especial. Nunca prestaba mucha atención a un hombre, prefería la suavidad
de la piel femenina descubierta por el escote o un tobillo redondeado que iba a
terminar en un zapato delicado, sin agresividad. Se pegaba a esa piel en suave
caricia, se enroscaba en una pierna, subía por un brazo que se extendía para
depositar un naipe en la mesita redonda. Siempre prodigándose en el grupo,
salvo aquellos momentos en que se alejaba hacia los rincones más oscuros,
investigaba los libreros o el interior de los jarros de plata.
Esto se prolongó hasta aquel día de mayo en
el cual no se movió del cuello de Ana. Se quedó allí apoyado suavemente, sin
moverse, sólo modulando sus sonidos en forma casi imperceptible. Todos pensaron
que era sólo el capricho de un día. Igual que cuando había estado susurrando
desde un tomo del “Orlando furioso” durante casi una semana, sin moverse. Ana
estaba halagada. Siempre se había sentido algo relegada dentro del grupo, como
más gris e insignificante. Sabía que esto no perduraría, pero esa tarde se
sintió protagonista. Los demás opinaron que era un gesto casi caritativo del
susurro, que volvería a ser compartido por todos al día siguiente. Pero cuando
bajaron y ordenaron las bandejas de galletas, las tazas de té, sus labores o
libros, notaron que el susurro ya estaba allí esperando con cierta impaciencia.
Siseaba molesto moviéndose malhumorado entre las tazas hasta que Ana se sentó
en su sillón habitual, el de pequeñas flores amarillas, con el pelo
cuidadosamente recogido en la nuca. Él rápidamente encontró su lugar en el
hueco de su cuello y volvió a su ritual de susurro amoroso comenzado el día
anterior.
Los demás ya no pudieron desconocer esa
clara preferencia. Se miraron unos a otros, mujeres y hombres unidos por su
determinación. No podían dejar pasar esa alteración de la rutina. Miraron todos
a Ana fijamente, mientras ella algo avergonzada sentía que el calor del susurro
sobre su piel era grato y reconfortante. Cuando levantó los ojos hacía los
demás, vio que todos estaban rodeándola, con miradas fijas y crueles. Las manos
de los hombres parecían demasiado grandes con sus dedos estirados, los de las
mujeres tenían las uñas demasiado largas.
*De Sonia
Arismendi Pignataro.
Uruguay. (1939 – 2016)
INCERTEZA*
La persuasión avanza. Lentamente.
Hora a día. Día a gota. Gota a hora.
Carga una maleta pesada como el mundo.
Infecta los octubres con su dardo inmortal.
La angustia crece en hojas macilentas.
Se elevan y caen como mariposas muertas.
El patio de mi casa es una alfombra negra.
Por dentro tapian las ventanas lirios de
luto.
La congoja es un vampiro ciego.
En un lago sin agua beben los peces su
ceguera.
Una mujer pasa a mi lado con su vela
blanca.
Un niño mira un perro.
Un hombre ojo carga el luto del monte.
Nadie parece verme.
¿Qué hacer?
¿Crucificar al hombre? ¿Matar la bestia?
¿Vaciar las ánforas?
¿Elegir el dulce tormento del amor?
¿El exilio de la lágrima?
¿El sutil beso de la rosa?
¿Acaso elegir el tormento, el exilio, lo
impalpable de la rosa?
¿No es una forma absurda, ciega, cierta,
segura de incerteza?
La persuasión avanza y cubre de polvo, el
polvo
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
EL GIGANTE*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente
estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En
algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que
es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna
historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas
balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este
cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener
conciencia, luces apagadas. Éramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y
que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de
nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a
parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó
junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para
encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo
investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida
(quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso
rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de
hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura
orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban
apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin
excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo
pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las
imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los
primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de
que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un
poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y,
además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de
los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación
matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es
imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos
aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra
condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez,
repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que
están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo
único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra
absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la
presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún
carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así–
como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que
está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier
voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que
respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de
la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal
vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que
comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que
regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados
en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar
de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros.
Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte
posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie
en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas
exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y
uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos
la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el
cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos,
con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la
línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta
formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.
Con el tiempo descubrimos que hay algunos
más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para
que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas.
Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre
los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la
forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado
detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color
amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y
ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más
cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco
apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún
perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos
confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras
voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan
dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del
foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a
vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en
el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en
efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la
arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.
Uno de los misterios que más nos intrigan
es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni
salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo,
un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas
en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el
movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo
hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo.
Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la
atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por
ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que
desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un
conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos
atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un
tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en
nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda
costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de
las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque
sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas
a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr
un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados
por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen
experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero
que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa
risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos
contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir.
Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros
murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas:
el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco
es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven
otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando
una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y
quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo
de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar
cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra
memoria.
A veces sentimos que formamos parte de algo
más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo.
Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación:
nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino.
Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces
que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los
vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará.
Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano
poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad
mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá
control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que
se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y
recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El
gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un
faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las
nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo
lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del
cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El
cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados,
huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante,
nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo.
Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.
* “El Gigante” integra el libro “La Habitación Amarilla”
(cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las novelas La
mujer de los macacos (Libros Magenta) y
Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
FRONTERAS*
Uno va y viene por
urdimbres
inventándose espacios
en la trama
necesaria de los días,
allí conviven nuestras
cegueras
con deseadas luces que
nos niegan
-como Pedro antes del
alba-
¿Qué delimita la
frontera entre
un sol imaginario y
éste
que quiebra oscuridades?
El saber no sabe. Va
de regreso
en una zona de
nieblas.
No contesta
En la luz mestiza de
la tarde
un simple gorrión
sobrevuela
mi estupor y este
intento
de comprender en qué
realidad
se caen
los seres que se van.
En tanto, mis venas
atan imágenes
bisagras trémulas
adioses indefensos.
Sobre la textura
áspera del tiempo
la hebra suelta en mí
respira
y espera.
*De Miryam
Colombotto de Seia. colombottomiryam@gmail.com
*
Pienso en el mundo
que dejé afuera al cerrar las ventanas.
En el pájaro de sombra
que teje la red cuando empieza la noche.
Puedo escuchar.
Escucho
el aleteo inaugural sobre mi frente.
He sido bendecida por dioses extraños.
¿Cuánto queda de mí,
cuánto roto me acompaña todavía
en esta casa blanca donde todos duermen?
Busco,
entre las migas de pan sobre el mantel,
el signo que descifre el acertijo.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-
Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
LOS
MUROS Y LA MEMORIA*
El sueño era en la casa, en ese lugar donde
ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina
rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con
esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa
que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran,
entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las
sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de
afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por
qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar
el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los
cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas
de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro
silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar
patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa
primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez
que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los
aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo
cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en
horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada
por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para
que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en
vez, igual a sí misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche,
las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los
cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y
temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en
el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo
profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores
perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros
en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa
inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos
monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles.
Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de
mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada
de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los
sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la
primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el
pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado
la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros
sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo
innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no
fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror.
Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
En los albores de la
tragedia y de la poesía épica griega se habla de un héroe que es mediador entre
el cosmos y el mundo humano. Es víctima casi fatal de la hybris que es el
pecado de desmesura. El griego se maneja en la legalidad cósmica, a la que
llama justicia (inhumana en el sentido de no humana y también combativa de lo terrestre
y lo divino), es decir, la armonía, la mesura. Lo otro, y así por ejemplo la
demencia o todo lo que sale de la Ley cósmica, contagia el universo entero como
una peste. Es merecedor de la maldición, pero al resignarse, al aceptar el
castigo, produce el restablecimiento de la armonía y la catarsis del
espectador, la purga, a partir de la identificación. Según Anaximandro las
cosas expían sus propios excesos, se trata de un universo en tensión: donde el
orden es categoría de ser. Estamos frente a un héroe que devuelve el caos, es
decir que exhibe la desnudez del mundo (o sus vísceras, si se prefiere) como un
artista. Como hombre es maldecido por una legalidad cósmica inentendible que
más bien recuerda a la fatalidad (el misterio, lo inentendible del Destino, aún
por encima de los dioses): como artista extrema el Mal- Decir, muestra el caos
oculto disfrazado de orden y legalidad cósmica, desenmascara la oculta
maldición. Es ya imagen del escritor que utiliza todo el poder destructor de la
palabra, su potencia de malentendido, de mentira, de paradoja.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA
DESPEDIDA*
*Dedicado a mi hermano
Esteban, quien cumpliría 57 años.
Llegué a la estación Elías Romero un miércoles con el tren de las 4 de la tarde. Me agradó verla entre altos árboles. Había sido una estación pequeña pero lujosa y elegante, y a pesar del tiempo, todavía se notaba su esplendor de antaño.
Llegaba al
pueblo, o más bien al caserío que se dispersaba por el paisaje rural, para
acompañar a mi madre.
Mi madre se moría. Eran los últimos días de
esa enfermedad cruel, larga, que la había estado consumiendo desde hacía meses.
Mi madre había decidido morir. Yo estaba
segura de eso. Ella comentaba que tenía más afectos y conocidos “del otro lado”
que en este mundo. Y los extrañaba.
Cuando enviudó se había mudado a ésta, la
casa de sus padres y allí siguió sola los últimos diez años. Había creado un
mundo de recuerdos, poblado de personas que mucho tiempo atrás habían partido.
En su ausencia encontraba las respuestas a preguntas del pasado, les pedía
perdón o consejo, y se animaba a decirles lo que nunca hubiera expresado
delante de ellos.
La encontré acostada y a pesar de su
debilidad, una intensa luz iluminó sus ojos cuando me vio. Ya no tenía fuerzas
ni para hablar pero, sonriendo, me tendió su mano. Me impresionó su delgadez,
la piel mustia, el cabello débil. Por supuesto, no se lo dije. Las dos sabíamos
que yo me quedaría junto a ella hasta el final, que estaba próximo.
Pero no hablamos de eso. Recordamos, en
cambio, buenos momentos. Anécdotas que nos divirtieron, personajes de nuestra
ciudad, alguna travesura mía. Cada tanto se dormía y yo me retiraba en
silencio.
Los lunes, miércoles y viernes pasaba el
tren por la estación Elías Romero. Llegaban o partían algunos habitantes del
pueblo, o gente del campo que había ido hasta allí para tomarlo. No me perdía
ese acontecimiento: el paso del tren. Era lo único interesante en ese pequeño
lugar, y tal vez podría traer algo diferente, novedoso, o extraño.
Como a esa hora mi madre dormía, salía de
la casa con sigilo y caminaba por el sendero de baldosas grises hasta la vieja
puerta de chapa y alambre del jardín. Tan pronto como aseguraba el pestillo y
daba mis primeros pasos por la calle de tierra, empezaba a llorar.
No eran lágrimas que se deslizaran
suavemente, Eran sollozos intensos, desesperados. No podía evitarlo, era
involuntario. Sentía que todo el cuerpo se me sacudía, atravesado por el dolor
y la angustia. Nunca lloré frente a mi madre, ni cuando era chica. No quería
causarle esa tristeza. Ahora sentía asombro ante esa extraña que era yo misma,
que no podía contenerse, que se descomponía de dolor ante lo inevitable. Me
avergonzaba que alguien pudiese verme llorar así, A veces me paraba unos
minutos junto a un antiguo fresno para tratar de tranquilizarme, antes de tomar
la calle principal que iba a la estación. Y cuando escuchaba a lo lejos el
silbato del tren acercándose, me limpiaba la cara y caminaba rápido hasta el
andén.
En la estación había dos bancos de hierro y
madera, que raramente estaban ocupados cuando llegaba el tren. Me sentaba en
uno y contemplaba toda la rutina: el arribo de la locomotora, los pasajeros que
bajaban, los bultos y las personas que subían, las indicaciones. Todo duraba
unos 20 minutos y luego partía. Cuando ya no quedaba nadie, volvía a casa.
La segunda semana de mi estadía en aquel
lugar llegó hasta el andén una niña, de unos 7 años. Me sorprendió que
estuviese sola, pero parecía ser algo habitual en el lugar, y nadie se
asombraba por ello. Luego me contó que vivía a unas cuadras de la estación.
Traía en una de sus manos, colgada de una argolla, una jaula chica, de color
plateado, con un pajarito amarillo dentro de ella.
No me gustan los pájaros enjaulados, y se
lo dije, pero me respondió que era la única manera de tenerlo cerca. Lo llevaba
a ver el tren, porque sentía que el pájaro no conocía más que el lugar donde
estaba colgada la jaula. Me pareció insólito sacar a pasear a un pájaro, pero
reconozco que tenía razón. El mundo para esa pobre ave se limitaba a unos
metros debajo de una galería, entre plantas y tapiales.
Nos acostumbramos a encontrarnos, la niña,
el pájaro y yo, cada vez que el tren se acercaba a la estación. Ella siempre se
maravillaba ante la enorme locomotora, y aplaudía y saludaba a los pocos
pasajeros, mientras yo cuidaba de la jaula. Éramos un extraño trío: una mujer
madura, una delicada niña de largo pelo castaño y un pequeño pájaro inquieto.
Esos dos seres, tan inocentes, tan
frágiles, me conectaban con la vida.
Cuando el tren ya no se veía en el
horizonte nos volvíamos juntos y yo los seguía con la mirada hasta que doblaban
la esquina. Me apuraba, imaginando que mi madre habría despertado y tal vez se
hubiese levantado, pero cuando llegaba la realidad me aliviaba y entristecía:
continuaba dormida, en la misma posición en la que la había dejado.
Una fría tarde de agosto, ochenta y tres
días después de que pisé la estación Elías Romero por primera vez, mi madre
murió.
Unas pocas vecinas, el cura y yo la
acompañamos hasta el cementerio y la dejamos con un ramo de esos lirios violeta
que tanto le gustaban.
Después volví a la casa, vacié la heladera,
regalé algunas cosas a los vecinos y luego de dar mi teléfono a la secretaria
de la Comuna, me fui al andén, a las cuatro de la tarde.
Esperé a mi pequeña amiga, pero no vino. El
tren se acercó con la furia de siempre y aguardé hasta el último llamado, pero
ella no apareció.
Más triste aún subí y me senté junto a la
ventanilla, mientras la máquina, despacio, empezaba a marchar. Estaba buscando
mi boleto cuando escuché un ruido del otro lado del vidrio y levanté los ojos.
El pequeño pájaro amarillo estaba frente a
mi cara. Revoloteó varias veces y luego de vacilar unos segundos se alzó
rápido, decidido, para perderse en el inmenso cielo gris.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-Santo Tome. Santa Fe.
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
Comentarios