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EL YO-YO.

"Son cosas de Paula...”, dijo la madre como al pasar. La bolsita pequeña era el último envio en los viajes de objetos de una casa a la otra. Cuando abrí la bolsa estaba el yo-yo naranja que le compre a mi hija un par de años atrás. Cuando vino mi hija el fin de semana no olvide preguntarle: ¿lo elegiste para traerlo a la casa de papá?
-No, lo puso mamá. -Respondió.
Apenas pude disimular la ira. Pensé primero en la continuidad de una guerra silenciosa contra los objetos: libros, peluches y juguetes que les fuí comprando a mis hijos en diferentes épocas. Después pensé a la luz de la también cercana expulsión de los Legos de la vida de los hijos en el departamento en un decreto de fin de la infancia.
Enseguida cuando vi a mi hija intentando alguna destreza con el yo-yo, deje de preocuparme por explicar las mañas de una personalidad que es cada vez más desconocida, ajena, y apareció en mi mente la historia de la compra del yo-yo.
Un negocio de regalos en esquina. Entramos de la mano. Mi hija que se concentra en los colores y dibujos de las caras laterales y yo que trato de ver si funciona.
En ese silencio ajeno al resto del mundo en que desarrollabamos la elección irrumpió la vendedora que con voz bajita para que no la escuche la dueña del negocio dijo: "Quisiera tener un padre como usted".
Vio sorpresa, algún sonrojo en mi rostro y enseguida aclaro: -Tengo Papá, pero no es como usted. Agradecí con emoción y palabras que no pude retener en la memoria. Mi hija sonreía concentrada en el yo -yo naranja con una flor pintada y un strass celeste incrustado en el centro del cáliz. Pasó el tiempo. Hace pocos días me escribió: Sos re bueno, y siempre queres lo mejor para mí.

Ahora, con la visión del yo-yo quieto en el estante a la espera a sus manos vuelvo a sonreír.


*de Eduardo F. Coiro inventivasocial@hotmail.com

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