Cuando Silvia, la mamá de Matías, dijo en la puerta de la escuela:
-Mi hijo puede ver seres invisibles.
Escuche asombrado. Quede en silencio.
Pasaron días. Seguimos esperando cada cual a sus hijos.
Volví a preguntar. Ella me invito a que lo comprobara con mis propios ojos. Así que los seguí con mi hija de la mano rumbo a la estación de tren.
Antes de cruzar la calle que separa del acceso a la estación hay muro alto blanqueado, luego una carnicería situada por debajo de la escalera que eleva los pasos para poder cruzar sobre las vías y acceder a los andenes. Por allí muchas personas desconocidas se entrecruzan a toda hora.
Matías, señalo al hombre sentado sobre un cajón de madera.
Era evidentemente visible. Podía verlo, aunque siendo este mi camino habitual de retorno a casa nunca antes lo había visto. Observe a la gente que pasaba apurada, que como en un hormiguero entra o sale de la estación. Era invisible. O la muchedumbre fingía no verlo.
Estuvimos un rato haciendo comentarios. Los chicos con una paciencia inusual.
Al final cruzamos.
El hombre parecía un ejecutivo u oficinista caído en desgracia de los que hay durmiendo en las plazas de Barrio Norte o Recoleta. Unos ojos muy claros en un rostro que podría ser galés, escosés, irlandés, quizá celta. Portaba una mirada perdida en lejanías, como buscando un horizonte inexistente.
Sólo le habló a Matías.
El niño y ese hombre casi anciano parecían conocerse desde siempre y no por saludos de minutos a la salida de la escuela.
-Viste que hermoso es Eduardo. -Dijo Matías a su madre.
Sólo la mirada de un niño de 8 años podía transformar a ese hombre arruinado, sucio y seguramente maloliente en alguien hermoso.
En el invierno, Matías le llevo un gorro rojo de lana tejida.
Un día, cuando pasaba por la estación pude verlo por una vez del otro lado del muro. El hombre estaba al costado de la vía de maniobras y saludaba inclinando el cuerpo, quitándose la gorra con una reverencia de caballero antiguo al paso majestuoso de una locomotora. El maquinista le respondió con un toque de sirena de cortesía.
Cada tanto me llegaron noticias. Un día me contaron que llevaba el apellido Casey.
El hombre les había contado que un antepasado suyo pasó de amasar una fortuna con buenos negocios a la miseria. Toda su familia había quedado marcada por ese destino. El mismo lo había perdido todo en la crisis del 2001. Desde entonces eran él y su sombra sobre el muro blanco.
Cómo suele ocurrir a cada paso que se da en la vida, esta historia quedo inconclusa.
Creo que fue en noviembre. Llegaron unos vendedores de películas piratas, pusieron su puesto allí donde se sentaba el viejo Eduardo Casey, y de un día para otro lo echaron del único lugar que él había elegido para compartir con su sombra a la intemperie.
Matías preguntó, lo busco por estación y aledaños. Volvió a ser invisible.
Después finalizó el año escolar, a Matías lo cambiaron de escuela. Cerca de su casa, sin tanto viaje ni estación de tren. Creo que mantendrá por donde vaya su sorprendente sensibilidad para descubrir seres invisibles.
-Mi hijo puede ver seres invisibles.
Escuche asombrado. Quede en silencio.
Pasaron días. Seguimos esperando cada cual a sus hijos.
Volví a preguntar. Ella me invito a que lo comprobara con mis propios ojos. Así que los seguí con mi hija de la mano rumbo a la estación de tren.
Antes de cruzar la calle que separa del acceso a la estación hay muro alto blanqueado, luego una carnicería situada por debajo de la escalera que eleva los pasos para poder cruzar sobre las vías y acceder a los andenes. Por allí muchas personas desconocidas se entrecruzan a toda hora.
Matías, señalo al hombre sentado sobre un cajón de madera.
Era evidentemente visible. Podía verlo, aunque siendo este mi camino habitual de retorno a casa nunca antes lo había visto. Observe a la gente que pasaba apurada, que como en un hormiguero entra o sale de la estación. Era invisible. O la muchedumbre fingía no verlo.
Estuvimos un rato haciendo comentarios. Los chicos con una paciencia inusual.
Al final cruzamos.
El hombre parecía un ejecutivo u oficinista caído en desgracia de los que hay durmiendo en las plazas de Barrio Norte o Recoleta. Unos ojos muy claros en un rostro que podría ser galés, escosés, irlandés, quizá celta. Portaba una mirada perdida en lejanías, como buscando un horizonte inexistente.
Sólo le habló a Matías.
El niño y ese hombre casi anciano parecían conocerse desde siempre y no por saludos de minutos a la salida de la escuela.
-Viste que hermoso es Eduardo. -Dijo Matías a su madre.
Sólo la mirada de un niño de 8 años podía transformar a ese hombre arruinado, sucio y seguramente maloliente en alguien hermoso.
En el invierno, Matías le llevo un gorro rojo de lana tejida.
Un día, cuando pasaba por la estación pude verlo por una vez del otro lado del muro. El hombre estaba al costado de la vía de maniobras y saludaba inclinando el cuerpo, quitándose la gorra con una reverencia de caballero antiguo al paso majestuoso de una locomotora. El maquinista le respondió con un toque de sirena de cortesía.
Cada tanto me llegaron noticias. Un día me contaron que llevaba el apellido Casey.
El hombre les había contado que un antepasado suyo pasó de amasar una fortuna con buenos negocios a la miseria. Toda su familia había quedado marcada por ese destino. El mismo lo había perdido todo en la crisis del 2001. Desde entonces eran él y su sombra sobre el muro blanco.
Cómo suele ocurrir a cada paso que se da en la vida, esta historia quedo inconclusa.
Creo que fue en noviembre. Llegaron unos vendedores de películas piratas, pusieron su puesto allí donde se sentaba el viejo Eduardo Casey, y de un día para otro lo echaron del único lugar que él había elegido para compartir con su sombra a la intemperie.
Matías preguntó, lo busco por estación y aledaños. Volvió a ser invisible.
Después finalizó el año escolar, a Matías lo cambiaron de escuela. Cerca de su casa, sin tanto viaje ni estación de tren. Creo que mantendrá por donde vaya su sorprendente sensibilidad para descubrir seres invisibles.
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