Es un pesado tren el de la memoria. Así lo siente el hombre
mientras viaja acunado por el vaivén del tren de trocha angosta.
El arquitecto es hoy un hombre viejo. Ha dirigido muchas obras, ha
visto desfilar delante de su mirada a verdaderos personajes entre los albañiles
y gremios que trabajaban en sus obras.
Mira el recorrido de la línea y se detiene en la Estación Reynoso.
“El Reynoso”. Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en
una leyenda que circuló por años en las
obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo con los obreros,
alguien contaba la historia, modificada con el énfasis y el suspenso que le
imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles son excelentes narradores de historias propias y
ajenas.
Al mediodía se contaban historias, mientras se cortaba la carne y se
servia el vino tinto.
En el edificio de la avenida Rivadavia se destacaba Yapura el
azulejista, que relataba sus hazañas sexuales de juventud, curiosamente eran amoríos
con mujeres de los patrones que había tenido en Salta. Tenía una gracia
especial. Con su mirada de picardía con recorría a los presentes mientras
avanzaba con su historia que invariablemente concluía cuando en su tonada (y casi
cantando) decía: “ Hecha la cojaaaa…”.
Las épocas han cambiado, ahora casi no existe el ritual del asado
en las obras.
“Fuimos un pueblo alegre” –se dice sin poder profundizar en
explicaciones.
Pero el arquitecto no quiere perder el hilo de la leyenda del Reynoso.
Más aún sabiendo que el fue testigo de lo que ocurrió:
La obra era una casa de campo que quedaba en el
medio del campo y no era una metáfora. El campito quedaba a un par de
kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del apeadero del ferrocarril, se
llegaba por una huella que se hacía
intransitable con una lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino
con el que se compartía alambrado y una línea de eucaliptos altos a los fondos.
Para comprar cigarrillos o comida había que ir
hasta la ruta. Un solo corralón de materiales para las urgencias “El cóndor”
atendido por dos hermanos con un apellido inolvidable: los “Cucurulo”.
Costo encontrar un equipo de albañiles que
estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles trajeron al Reynoso, un correntino
fuerte que además de peonar en la jornada laboral acepto quedarse como sereno
en el medio de la nada.
Armamos un obrador con chapas bastante grande, una
parte se dividió para que sea el dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa
y unas pocas cosas el hombre había traído un pequeño altar caserito del
gauchito Gil.
El Reynoso hacía las compras para el asado y
llevaba los pedidos de materiales al corralón donde teníamos cuenta corriente. En
esa época no existían los teléfonos celulares. Un día aviso que le regalaron una
mascota.
-Es un gatito, le puse “Tigui” dijo. Del gato de
Reynoso nos olvidamos enseguida, al
hombre se lo vio comprar botellas de leche, juntar los huesos del asado o
comprar hueso con carne para el animalito. El gato se quedaba dentro de un
sector bien alambrado pero agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única
entrada era la puerta del fondo del obrador – casa del sereno. Era el
equivalente a una manzana urbana y el proyecto contemplaba en una segunda parte
construir allí una amplia pileta de natación, un quincho y parquizar.
En esa mañana de enero había un calor demencial. Era
una visita de rutina a una obra que ya estaba en etapa de terminación, estaban
los pintores, los albañiles y el Reynoso que recién había vuelto de comprar las
provisiones para el mediodía en los comercios de la ruta.
Fue todo muy rápido, como suele ser con los hechos
que marcan la memoria para siempre. Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por
encima de nuestras cabezas. Uno de los pintores se tiro de la escalera al piso.
Se escucho un lamento de animal grande, un ronquido doloroso que venia desde el
pastizal. Luego escuchamos el grito que pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al tipo
trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No habíamos
salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al árbol. Sujetó
al tipo, lo bajo a los golpes. El tipo ya no gritaba como Tarzán sino que pedía
auxilio, perdón, piedad…
Los
albañiles salieron disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al
Reynoso el cuchillo antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar
como a un cordero.
Fue por esto que supimos que el vecino era un
cazador furtivo –denunciado por cuatrerismo- que tenía a maltraer a varios
campos de Saladillo. La noticia podría haber salido en los diarios pero no fue así:
el dueño del campo que construía su casa era un empresario exportador de lana
que compró un acuerdo de silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias
policiales. Supe que el acuerdo incluía comprarle su chacra a un precio increíble
con tal de no tener a un chiflado cerca. Reynoso iría a una obra que teníamos
en Barracas.
A la mascota la enterramos en los fondos del
terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba como un niño. Se había puesto
las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado anudado al cuello. Le habían
matado a la única compañía que había tenido durante casi dos años en la soledad
de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos enteramos de una habilidad de su
mascota: como un perrito amaestrado traía en su boca una piedra la colocaba
sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada, la piedra volaba… Tigui atrapaba
la piedra en el aire o la buscaba entre los pastos hasta traerla de vuelta a
los pies del hombre.
20 años después en otra obra ubicada en el barrio
de Núñez a la hora del relato, el capataz santiagueño volvió a contar la
historia del Reynoso, pero esta era mas verosímil de aquellos hechos ocurridos
delante de mis ojos: el vecino era un drogadicto que había ahorcado al gatito. Reynoso había hecho justicia: se trenzaba en
lucha con el criminal y lo degollaba.
No dije nada, me limite a escuchar.
Además, lo del tigre de Bengala jamás lo hubieran
creído.
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