A Antonio Dal Masetto.
El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se
inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de
lleno en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo
obliga a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la
extensión de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una
mirada curiosa detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que esa señora de mediana edad y pelo rubio
enmarañado se interese por su carta. Ella solo podría haber leído la fecha y el
lugar que están en letra visible e imprenta, arriba a la derecha de la primera
hoja. Luego viene la letra manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se
hace imposible de descifrar si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su
felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en
amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre.
Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus
labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a
cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o
compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra
cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión
de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua
torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad,
para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz
de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas.
Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente
por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío
invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de
Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó
"Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la
frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante
a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para
llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal
Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es insondable y no existe
felicidad que no este amenazada”.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma
imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al
placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada
cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para
entrar en la noche del sueño bien juntitos.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que
podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo como los que
ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas y más tarde en Lufthansa.
Vuelve a doblar en dos las tres o cuatro hojas de la carta sin
dejar de echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que
seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés
y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez están por
dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el viaje se
desate sin atenuantes.
No importa que esa señora sentada enfrente haya leído la fecha:
Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y luego el texto que conoce de
memoria y ha leído una y otra vez durante estos años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el hombre rompe la carta en cuatro con
expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su
inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí,
no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos
en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con
cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro
vagón, no quiere testigos, que nadie sospeche ni se pregunte por que él sigue
yendo y viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.
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