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LO IMBORRABLE...





Los golpes a lo karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi padre. Mi padre que trastabilla dando unos pasos adelante pero enseguida recupera el equilibrio y hasta sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele el cuello, señalo tocandome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte del sanador apretando algo que sería un ganglio pero que dolió lo suficiente como para dejarlo imborrable por toda la vida.
Mi madre y mi hermana estaban rezagadas en la larga fila que se había formado para subir a la tarima de madera elevada donde Miguel Amador atendía usando la fuerza de sus manos más la fe que le otorgaban quienes ya habían experimentado sus curaciones.  Mamá  debe haber pensado que ni loca se dejaba apretar o golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la mano a mi hermana  y salió de esa gran carpa donde el sanador atendía. El afuera era un gran camping donde las familias se preparaban para almorzar con asados. Era un día esplendido de primavera con el viento que dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.
Mi madre buscaba a quienes nos habían llevado hasta allí,  su hermano Nicolás con su pareja Aintza, la mejor compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas sin animarse a acercarse a los bordes de la laguna "El Esparto" por miedo a víboras o alimañas encontró a la mujer del sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera. Ella daba números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel Amador.
-Su hermano dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están remolcando hacia Pedernales.
El tío había hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del campo sin un retorno asegurado a casa.
Habría que decir que el viaje de ida fue inolvidable para los chicos que fuimos.
La llegada del tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km. Salíamos a pasar un día de  campo 4 grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba como si estuviese al comando del Studebaker que tuvo que devolver al no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.
Recién cuando ya estábamos bien lejos de casa explicó que el destino del paseo era visitar a un sanador que curaba con sus manos.
Mis padres aceptaron más por confianza en Aintza que al tío que tenía fama de loco chiflado.
El viaje fue de maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada -a pesar de que 4 grandes y dos chicos no entrabamos cómodos en el pequeño auto-. Cuando doblamos al camino de tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a paso de hombre por pozos ó huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba "falta poco".
Faltaba poco cuando el 600 comenzó a humear,  quedó clavado sin señales de volver a arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío empezaron a empujar hacía donde se suponía que estaba el campamento de Miguel Amador. Los chicos y las mujeres  los seguíamos.
Cuando pasamos un riacho y la ruta hizo una curva vimos las señales: chatas de gente de campo y autos estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.
El tío dijo: vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.
El resto de la historia la supimos días después, Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo que se iban en una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los remolcaron hasta la chacra de su familia en Pedernales. El tío había dicho que busquemos una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra intransitable.
Con la furia de mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a caminar. A poco de andar paró un chacarero que nos subió a la caja de su camioneta. Nos bajó justo en la estación Juan Atucha. Nos despidió con una frase alentadora: -Hoy es su día de suerte, estará al caer el tren a La Plata.
El abandono del tío nos permitió a los chicos viajar por primera vez en un tren de larga distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un dragón sin alas tiraba al tren por medio del campo. Cada tanto una estación rodeada de pocas casas detenía el asombro del viaje. Hasta conocimos el vagón comedor y tomamos una chocolatada Vascolet.
Mi Padre -quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del hermano Miguel Amador le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos asegure palpándome el cuello que la pelotita ya no estaba más.
*De Eduardo Francisco Coiro.

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