"El
lugar donde se queda desmayada la furia"
*Obra de Griselda
Roces. https://griseldarocesdibujos.blogspot.com/
TRENZAS*
“Si la lluvia llega hasta
aquí voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel o quizás
muera de pena.”
LUIS ALBERTO SPINETTA
Noche
de martillazos lastiman mis insaciables fauces.
Mastico
el silencio de cera de mi palabra huérfana de ti.
En
mis manos de lata cabe un mundo de arcilla morena.
Solo
un mundo posible, Solo uno, triangular
Un
hombre, una niña y una anciana
Desde
la alborada lo buscaban.
- De
la mujer no hablamos, ella es él-
Sangre
adentro vertía en el cáliz, palabras. Palabras.
Los
sueños de la niña, se enredan en sus trenzas de lluvia.
En
las trenzas de anciana -bendita seas- hay copos de sal y rebeldía-
Solo
un mudo posible, uno de sombra, otro de ausencia.
Pedro
trabaja la madera con pasión y fervor.
Una
pena grandota le sabotea la astilla de la rueca, el amado huso.
Tras
la puerta del alba, obsesivamente, ese animal violento.
¡Ay!
Uñas, rasguñan, tocan, escarban. Ay amor quiero y no quiero.
-El
sexo es el salvavidas de los náufragos-
Un
macho con fervor vigoroso. Piso de cristal.
Un
macho, solo, por elección. Ilegítimo. Expósito.
Pasa
un hombre con su Biblia en su mano.
Una
mujer con pollera cortona. Otra, sueña, este sueño no es sueño.
-No
Madre! ¡No cortes mis cabellos de agua!
No.
¿Dónde
se enredarán los sueños y las penas?
La
madre no escucha, ni mira, solo muere por él.
Las
trenzas ruedan por el suelo.
Desde
ese día los ratones se esconden en la nuca.
No
quiero saber porque desde mis ojos salen hiedras.
No
quieras saber porque las trenzas degüellan el furor de la noche.
Es
tarde, recuerdo, el galope de un caballo en mi sangre.
Ah,
tu olor. Transpiración y fuego en la punta de la lanza
Melenas
de almendras y una doliente niña. Adiós.
Lo
amé en esa mesa. Me amó. Eso fue todo.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
SALVAVIDAS DE LOS NÁUFRAGOS…
-Poesías de Amelia Arellano.
EL FORASTERO
Los
pezones de la noche han devorado el fuego.
Han
devorado el fuego… ay!
Y me
llega un misterio que me cerca. Que me acosa.
Me
persigue. Me asedia. Me convoca.
Besa
la fría boca de mi rosa.
Pareciera
conocer mi cuerpo. Mi melena de arena.
Y no sé
si es mar. Si es cielo. Ceniza o aguardiente.
Arroja
aguas vivas en mis piernas.
Alguien
llora (La soledad de la bestia entre los hombres)
Y
enmudezco. Ay, mi voz de golondrina y cuervo.
Ay,
la lengua de sabores amargos.
Y
surgen nombres que enuncian otros nombres.
Brotan
de una patria de avestruces dispersos.
(No,
no te escondas, no…el nido está muy lejos)
Y vuelven:
El perfil de una casa de agua.
Las
impiadosas huellas que se alejan.
Enero
y sus páramos ardientes.
Camalotes
lejanos. Espesura de caballos salvajes.
Alguien
canta (El alborozo del hombre ante las bestias)
Y
llega él. El forastero. El hombre de la isla de ciegos.
Tiene
manos callosas. Manos de bengalas y trigo.
Lame
sediento mi cintura de algas.
Corre
los velos que me cubren.
Me da
espejos. Mi rosa es una baguala bífida.
Todas
las estrellas titilan en sus ojos.
Los
pezones de la noche se alimentan de fuego.
Se
alimentan de fuego, ay!
INCERTEZA
La persuasión avanza.
Lentamente.
Hora
a día. Día a gota. Gota a hora.
Carga
una maleta pesada como el mundo.
Infecta
los octubres con su dardo inmortal.
La
angustia crece en hojas macilentas.
Se
elevan y caen como mariposas muertas.
El
patio de mi casa es una alfombra negra.
Por
dentro tapian las ventanas lirios de luto.
La
congoja es un vampiro ciego.
En un
lago sin agua beben los peces su ceguera.
Una
mujer pasa a mi lado con su vela blanca.
Un
niño mira un perro.
Un
hombre ojo carga el luto del monte.
Nadie
parece verme.
¿Qué
hacer?
¿Crucificar
al hombre? ¿Matar la bestia?
¿Vaciar
las ánforas?
¿Elegir
el dulce tormento del amor?
¿El
exilio de la lágrima?
¿El
sutil beso de la rosa?
¿Acaso
elegir el tormento, el exilio, lo impalpable de la rosa?
¿No
es una forma absurda, ciega, cierta, segura de incerteza?
La
persuasión avanza y cubre de polvo, el polvo
METAMORFOSIS DEL DESEO
El telón
ha caído. Las falacias. Los sofismas.
-Ay
amor mío quédate en mi-
Tucanes.
Ciegos. Maniquíes.
Los
espectros se llevan los aplausos.
Genuflexos.
Títeres sin cabezas.
Tiresias
separa las serpientes apareadas.
-Ay
amor que fría está la noche-
Poco
a poco se apagarán las luces.
Vendo
y compro. Aúllame
Huyen
las calles, No saben dónde van.
No
saben dónde nacen. Rosa o celeste.
-Dicen
que lloverá, vamos a los pinares-
El
desamor se disuelve en un vaso con agua.
Dios
no confió en nosotros. Brámame.
Déjame
la boca con sabor a sal.
-Ambigüedad
es mi nombre y así me amas-
Soy
lo que soy. Apasionadamente.
Metamorfosis
del deseo.
Cae
el telón, otra y otra vez. Y los mitos
Las
ficciones. Las fábulas.
Caracol.
Tulipán. Flor de fresno.
Dos y
uno. Yo y vos. Vos y yo
PALOMA NEGRA
“...tengo miedo de buscarte
y encontrarte...”
CHABELA VARGAS
Traigo
una paloma negra.
Sangrándome
en el pecho.
Espejo.
Antiguo ser. Torcaza desterrada.
Aletea.
Cae. Garabatea mi inocencia con minúscula. Se levanta.
Evita
los abismos de mi carne.
Sabe.
No se improvisa el vuelo. Tampoco, hay cumbres imposibles.
Hay
un afuera que golpea. Golpea, muy adentro.
Hay
mujeres con zodíacos truncados.
Dioses
de cenizas. Pórticos cerrados.
Manos
con anillos, zurcidoras de azahares.
Vientre
madre sandía, mente padre lenteja.
Cleopatra
copula en los andamios.
Blanca
nieve es supervivencia. No enloquecer, enloqueciendo.
Isadora
aún no emprende el vuelo.
El
letargo tiene sabor amargo.
La
“casa del hornero” está vacía.
Barby
vive en un hospicio de 10 pisos.
Tanto
mides. Tanto pesas. Tanto vales.
María
soledad vende su hambre.
Mitos
y mordazas hacen olas.
Un
solo hombre. Un solo bote.
Solo
cabe una. Arriba o abajo.
Una
sola: Eva o Lilith. Lilith o Eva.
Hay
un adentro afuera.
Un
adentro que se desborda en verde.
Un
silencio de máscaras mayas.
Una
alborada fecundada en la sed y en la lluvia.
Un
hechizo de vuelos de caballos.
Un
pájaro en la mano de una rama.
Un
pulso de saliva y greda.
Pezones
tibios. Sangre leche.
Una
niña, un niño, una huella.
Que
pronuncia tu nombre y el Nombre de tu nombre.
Un
secreto sabor. Un coloquio entre tres.
Un as
de bastos, una espada.
Un
oro y una copa. Un grial que se derrama.
Traigo
amorosas palomas en mis siete mares.
Vuelos.
Tenues galopes, entrañables hiedras.
Pero
mi madera memoriosa, no es velamen de olvido.
Traigo
una paloma negra.
Sangrándome
en el pecho.
Espejo.
Antiguo ser. Torcaza desterrada.
RETRATOS INTERIORES
“Todos estamos, Oh, mi
amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.”
ELENA PONIATOWSKA
Amor,
traigo un hueco ancestral dentro del pecho.
Un
paisaje niño y recuerdos dispersos. Una herida empañada.
Ambos
lo sabíamos; la muerte llegaría en otoño.
Un
paisaje de címbalos dorados.
Y
temíamos, no, no es eterno el enero.
Castillo
en ruinas. Campana amordazada. Manzana de oro.
Ay,
amor. Tan callado. Tan quieto, tan desnudo.
Ardiendo,
ardiendo siempre. Memorioso. Inocente.
Ay,
cuantas calandrias han caído. Cuantos santorales.
Cuantos
dedos quedaron en su pelo.
Su
rostro de sal mordiendo mis avernos.
Su
respiración. Sus hormigas carnívoras. Su albardón.
Y
grito, toda yo un grito ensangrentado.
Una
pupila que me corroe el aura.
Y
esta realidad que me golpea el rostro.
Hoyosa.
Espejada. Escindida.
O
quizás, solo quizás.
“…la soñé y tal como la
soñé amaneció en mi puerta…”
FIEBRES
Un
pájaro de tinta es un tembladeral de fiebre
Huésped
de mi barro. Cinco signos tiene la luna roja.
Espejos
estridentes en los huesos. Ah, tu espejo.
El
polvo es el calostro del jazmín de leche.
Los
gansos tienen ojos de ceniza.
La
destemplanza es patrimonio del silo.
No
hay pilas bautismales inocentes.
Ventanas
cruzan los rebaños muertos.
Lobos.
Mansas sombras de humo. Salvajes.
Lobo.
Lobo. Devórame lobo.
Virgen
de misterios oscuros.
El
amor es la esfera de tu espanto.
Quédate
tranquilo, dolor. Ya no quedan piedras.
Hoy,
atada mi boca y amarradas mis manos.
Se me
hiela una mujer en mi pulso y se sacude.
Un
hombre solitario la extraña hasta los huesos...
Y ya
es tarde corazón y soy polvo y tengo frío.
Las
últimas… y las últimas piedras?
MIEDO
“El miedo es el padre de la
crueldad.”
JAMES ANTHONY FOUDE
El
jinete del miedo corcovea.
El
abandono es más cruel que la muerte.
El
miedo teme a la libertad.
La libertad
teme al castigo.
El
castigo teme a la soledad.
La
soledad teme al miedo.
El
niño mira sus pies descalzos.
Piensa
que el miedo solo es una palabra.
Existe,
para ocultar lo que no se tiene.
ARRIBO
Venía
con diez jazmines en la mano.
¿Adónde
vas?
-Toda
la sequía del mundo en mi mirada-
Al
mar. Me espera el mar. El mar irremediable.
¿Cómo
lo sabes?
-Páramo
salobre en mis entrañas-
Una
sombra ha cruzado los cardales.
Me
espera una geometría de cosas y de nombres.
Vuelve
en marejadas.
Patria
misteriosa de los hondos secretos.
Una
hembra latiendo en maduro fruto.
Un
macho con corceles negros en los ojos.
Una
alondra y un toro.
Gritos
de cobre. De violeta. De clavel ausente.
Una
pradera quieta y un halcón.
El
niño duerme, envuelto en pañales de viento.
Laberintos.
Estrellas. Delfines. Arrecifes.
Huésped
de un arcano laberinto de agua.
Arribo.
Puerto
de mar o páramo.
Puerto
que florece en algas y cardales.
Puerto
de un enero de amor.
Un
hombre con los brazos extendidos.
Una
mujer con diez jazmines en la mano.
CUADRATURA DE LA VÍA LÁCTEA
Heme
aquí, en pensamiento vivo.
En
iteraciones de memoria.
No se
dé qué arcano mundo vengo.
De
que galaxia.
De
cual reencarnación.
Cuadratura
de la Vía láctea.
Un
hombre me ha cubierto.
Me ha
legado los ropajes de Safo.
Me ha
colocado el traje de George Sand
Y fui
hembra de llovizna temprana.
Y he
gritado en la fosa de los muertos.
Me
han tapado la boca con renacuajos muertos.
Con
palabras de abismo.
Con voces
de ventrílocuos locos
Han mutilado
mi carpelo, mi semilla.
Han
rapado mi larga e inacabable noche.
Poseidón
cabalga en un caballo de agua.
Otro
hombre me llega desde lejos.
Me ha
vestido con perfume de lluvia.
De
algas secretas en escondidas rocas.
Me ha
llamado rosa, piedra, culebra.
Me ha
sido impuesta su vara de Esculapio.
Me ha
friccionado el cuerpo con hierbas milagrosas.
Ha
quitado una a una las escamas de cristal de roca.
Me ha
besado las terrenales cuencas.
Ha
cortado de un tajo mis intangibles miedos.
Me
desvistió por dentro.
Me ha
dado lo negado.
No sé,
aun, de que galaxia vengo.
De
cual reencarnación.
Pero
heme aquí vestida con flores de algodón.
Del
Arca de Noé queda un potro oscuro.
Y lo
abrazo con mis lenguas de fuego.
Y soy
acequia. Aljibe. Regadío.
Frenesí
de la noria. Frenesí.
*Amelia Arellano.
-Escribe
desde San Luis hasta el infinito y más allá…
InvenTren
https://inventren.blogspot.com/
KronoX*
Las generaciones futuras
no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé
una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería
–probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta
denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El
lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a
relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas
palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar
sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la
esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una
ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos.
Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a
la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna
empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda,
de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar
en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin
embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento
–algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun
así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció
estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en
la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme
desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi
proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces
era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es
tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no
desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más
cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza
confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de
otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese
vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto
sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor
de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la
tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela,
soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta),
multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y
cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar
escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro
lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar
las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una
especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada
me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser
perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo
confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos:
El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me
coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó.
Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi
cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una
metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y
tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es
obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El
día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora
exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la
mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o
algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También
sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba
ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo.
No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es
consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé
que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo
fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo
los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación
funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había
cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo
maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude
contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes
(ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en
cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la
habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así
decirlo).
Me quité el casco, abrí
los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber
solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el
descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el
sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las
burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo
achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala
de variedades parisina que jamás había visitado.
Repetí el experimento
varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los
llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días
atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo
perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal.
Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada
vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo
llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte
Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la
sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas
recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi
vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que
no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me
planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la
construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires
hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme
alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al
programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos
municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos,
los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y
esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo
era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me
encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la
mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres,
siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos
emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es
ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible
anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y
hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y
me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y
durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi
pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con
una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado
en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos
de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado
por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el
motivo que me empujó a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en
la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera
visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social…
En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en
la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos
Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar.
Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no
podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante
los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de
mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó
inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde
entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese
abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese
instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser
equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la
vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu
crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es
que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido
posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a
nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias
crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me
maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había
podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año
después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse)
estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre
retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que
hecho va asociada.
La partida de Natalia fue
más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para
evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez
se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación.
Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las
cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido
lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una
respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné
con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por
inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el
momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la
estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos,
mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo
allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me
acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde
este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-.
Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de
veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable.
Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi
corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El
resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana
volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose,
lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa
separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz.
En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni
alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente.
Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me
causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el
periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la
Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo
tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la
foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba.
Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja
programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer
todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había
allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar
que yo tuviese algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde,
escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy
alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la
discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de
algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me
pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias
relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de
tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó
cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi
estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el
que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia
trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y
una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi
agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado,
para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un
insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a
información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número
de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar
la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado
irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la
información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez
daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en
pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar
qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las
imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo
admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído
por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era
cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni
siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un
tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había
visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no
era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo
que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi
mente.
Caminé y bebí. Hice
preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya
conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis
conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar
casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el
mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que
jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos
virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o
invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi
claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora
ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin
percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o
permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora
la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora-
vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la
verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o
reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese
gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras
diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me
inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la
original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo:
¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el
abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina?
¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose
preguntas sin respuesta?
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próxima estación.
En el recorrido del tren
literario por el Ferrocarril Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO
GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ
INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA
SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA
CARAZA.
VILLA
DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
**
-Siguiente estación.
En el recorrido del tren
literario por el Ferrocarril Provincial:
CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN
SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D.
SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN
ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA
PLATA.
InventivaSocial
Plaza
virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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