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MÁS LEVE, MÁS INTANGIBLE, MÁS FUGAZ.

 

*Foto de Paula Novoa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Qué esperaste de la vida

qué quisiste atrapar con la punta de los dedos

luciérnagas levísimas de oro

                 mariposas de suave purpurina

qué esperaste al temblar

                                     de pie

qué ilusión te conmovió los sueños

qué deseo de lento frenesí

                                 te recorrió la espalda

En qué esquina giraste

                                 y los perdiste?

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, (Editorial Sudestada 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

 (Halley ediciones 2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SABIDURÍA*

 

Edipo se acercó a la Esfinge.

La Esfinge era hermosa y distante.

 

Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.

Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.

La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.

Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.

Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.

Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.

Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.

Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.

La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro. La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.

Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.

Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.

La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.

Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.

Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.

Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.

Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.

Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.

Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.

No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.

Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".

Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MI BRAZO EN ELEGANTE POSICIÓN*

 

Sentada frente a mi mesa

me descubrí de pronto

con el brazo izquierdo

en elegante posición

extendido y apoyado

sobre el respaldo de una silla,

con la otra mano, elevé la taza de té

y la traje hasta mi boca.

En ese gesto me descubrí

soberbia

displicente

mi mirada perdida en el pequeño patio

atravesó el ventanal,

un gesto distinguido, dije

como si yo fuese otra

como si no estuviera trepándome por este siglo

que ya ha mostrado todas sus hilachas

 como si el tiempo se replegara hacia el origen

y otra mujer me hubiese prestado por un rato su cuerpo

como si estuviera lista para una cita de amor

como si regresara de una cita de amor

como nadie que conozca en realidad

como si mis ojos hubieran escapado de mí

y me observaran

yo misma

definida por el movimiento de un brazo

que lánguidamente se apoyó sobre el respaldo de una silla

como si en ese patio

contemplara el estallido de un incendio forestal

y no me importara en lo más mínimo

 como si fuese tragada por ese fuego

y tampoco me importara.

 

*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RITO DE PASO *

 

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

I

 

Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas buscaban guaridas en ellos; las habilidosas hacían fiesta con sus aleteos. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba cambiando. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas amaneciera iría al pueblo.

Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces.

 

 

 

 

II

 

Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo.

—¿A dónde va?

—Al pueblo

El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice:

—Entre, parece que está penando.

Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados colmillos.

—Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice

—Me levanté con ganas de ir —le confío.

—Nadie quiere ir.

—A lo mejor hay mujeres, algunos perros.

El hombre suspira.

—Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa.

—Dígame.

—Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le importa?

 

 

 

 

 

III

 

El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice:

—Ya mero llegamos, no desespere.

—No se preocupe, no tengo prisa.

Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa

—¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme.

—¿De qué?

—Del pueblo.

—No sé, hace mucho tiempo que no voy

—Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina?

Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria.

—Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por decir.

—Muy bien… algo es algo —dice

—¿Es importante?

—Uno nunca sabe.

La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio.

—Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la carretera.

 

 

 

 

 

IV

 

El hombre apaga el motor. Frente a nosotros una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada una jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de la camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca a la puerta. Voltea a la camioneta.

—No se quede ahí, encerrado, entre al fresco— me dice.

Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en el parabrisas.

El hombre saca una llave. Entramos en la casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando en la desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las dispersas entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador del techo, en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la estancia, como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en los espejos, las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo.

—Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al hombre.

El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de sus zapatos. Me señala con un dedo culposo.

—Lo encontré en la orilla de la carretera —dice.

Las ancianas aguzan la vista, me examinan con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas, en los muslos y en los brazos.

—Pase, no se quede ahí, como niño regañado —me dice al fin una de ellas.

Las ventanas no tienen cortinas y un manto de sol colma una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero apagar el sol en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La única diferencia entre ellas son las canas: el cabello de una completamente empolvado, el de la otra apenas las raíces.

—¿Y a usted quién le procura sombra? —pregunta, al fin, la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la boca, ávida de humedad, de aire.

—A veces los árboles —digo por decir.

—Los árboles —murmura la de cabellos negros y sus labios parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso muerto de sus manos.

El hombre se rasca la barriga. Las faldas de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de las ancianas. Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el soliloquio de los canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las manos pero, a diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de venas, de abultados ríos.

—Qué descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza —dice la empolvada

—Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos. Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo, un instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista. Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae. Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones.

—Espero no haber tardado mucho —dice la empolvada después de un rato. En una charola lleva una botella alargada y ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable.

Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo. Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me parecen. El ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados y los ojos.

—Qué contrariedad —murmura la de cabellos negros

—A veces falla la electricidad—completa la empolvada

—Pero la luz, a esta hora, no hace falta. Sólo envilece las cosas —retoma la primera.

—En realidad, si tienes buenos ojos, no sirve para nada —concluye la otra.

La cerveza pulsa en mi garganta. La casa parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero entrampado en sus reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del reloj, en la armadura verde de las moscas. También busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son hermosos.

Pienso en las ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de Dios.  Aunque a veces Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí. Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su perorata que me encandila. Pero ellas retoman su intercambio:

—Las nubes anuncian la muerte.

—A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos limpio el cielo.

—Aunque también funcionan los canarios.

—Pero la muerte siempre acomete, siempre vigila.

—O se va volando.

—Yo voy al pueblo —interrumpo.

—No desespere, hay tiempo para todo, hasta para el pueblo — dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los párpados. Los aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la boca, de la lengua que involuntariamente le imagino.

—¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta.

—El pueblo está allá, al final de la carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas.

La de cabellos negros se levanta de la silla.

—Déjeme mirarlo más de cerca —dice.

Percibo sus pasos. Su perfume me remite al olor de las cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la aproximación brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo. El santo de los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso.

La anciana me toca la cara, recorre con sus dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante, reverdece.

—Es más joven que los otros —le dice a la otra.

—Hubo un año en que fueron puros viejos, apenas podían andar, allá, en el llano — recuerda la empolvada.

—¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme, para apagar mi fuego.

—Los otros, los locos, no usted —dice, la apacible.

— ¿Cuáles otros? —insisto.

—No le haga caso —dice la otra— desvaría.

—El desvarío es necesario a veces —corrige, la ofendida.

Las imagino asomadas en la ventana, mirando a una parvada de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las imagino solazadas con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos, como los viejos que renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el horizonte.

La de cabellos negros, con un carraspeo, termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz escondida, me dice:

— ¡Pero hombre!, el pueblo no existe.

— ¿Y qué hay, entonces?

— No hay nada, mire.

Nos acercamos a una ventana. Echamos un vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano quieta del viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto.

La de cabellos negros me toca el hombro. Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro.

—No hay nada —me repite, con voz queda, susurrante, en el oído.

Doy un paso para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de agua.

—Bueno, tengo que irme —les digo.

—Espere, yo lo llevo — dice el hombre.

Por un instante dudo en aceptar. Pero el gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final de una elaborada trampa.

—No se preocupe, es sólo un trecho más—miento.

—Si no hay más remedio— replica el hombre con sorna.

—Lo acompañamos a la puerta —dicen los tres, a una sola voz, como niños cantores.

Camino hacia la entrada. Los celosos guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías, sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en la sombra.

Les doy las gracias y me despido. Los miro alinearse muy correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete.

Comienzo a caminar.

La carretera se interna hacia el norte, infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra, ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas, en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las abultadas carnes.

 

 

 

 

 

V

 

 

Camino por la carretera. El asfalto ya no arde. El sol hundido, lentamente, en el horizonte.  Mientras cae dispersa su última lumbre. Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire. Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio devorado por el tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz se prende.

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

 

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 




 

 

 

 

CALLES*

 

Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi miedo.

Soy un áspid y una calle de tierra, sin colmillos.

No hay calle que detenga las arenas de la muerte.

Soy, apenas una hoja de barro.

A veces, solo a veces, un asombro.

Un brote. Un rumor. Un pezón en celo.

Me escondo, me traslado y las calles me recorren toda.

Me alcanzan. Me acarician, me hablan.

Es frecuente que griten.

Paso a paso traen las huellas de mi madre.

El viento vuela el sombrero de mi padre.

De tanto caminarme me han gastado.

Algunas duermen, No amor, no las despiertes. No.

El polvo cubre la cicatriz de Abel.

Cuesta abajo. Puta clara, lluvia oscura.

Lázaro gime y palpita de pasión.

Escucho las pisadas. Huyen. No me esperan.

Hay un ciego que baila. Y un niño.

Tengo sangre en la boca. En el pubis, sangre.

Los amantes yacen en un puente de niebla.

Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi miedo.

Soy un áspid y una calle de tierra, sin colmillos.

No hay calle que detenga las arenas de la vida.

 

*De Amelia Arellano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BURBUJAS*

 

En el patio han florecido burbujas de jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la sencilla magia sin truco hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su transparencia sutil estas burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.

Algunas se perderán en la parra, otras contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un final de simple desaparición por exceso de sutileza.

La niña creará perfectas burbujas mientras la mirada clara de su padre se humedece.

El hombre sonreirá con tristeza. La niña no sabe que está creando burbujas para la memoria. No puede saber que las burbujas están fijadas en un punto de su infancia que también se desvanece. No quiere saber tampoco, todavía, que la belleza es tanto más anhelada cuanto más leve, más intangible, más fugaz.

Ella hace pompas de jabón y mira con la sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y ese hombre triste puede darle un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de felicidad.

Para la niña las burbujas que desaparecen se reemplazan con el simple trámite de soplar por el aro. Para el hombre que sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son los minutos que se llevan el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que agregan blanco a sus cabellos, que le van ahuecando el pecho.

Él ha puesto un alero a la cucha del gato, para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes temblorosos. Ha podado las parras que su padre, que ya no está, plantó en el fondo de la casa. Guarda las herramientas que probablemente jamás vuelva nadie a utilizar.

Le ha dado a su hija un aro, y jabón, para recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y que el mañana es inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su patio trasero de la belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las esferas perfectas de la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver, pero no se puede tocar con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar, desvanecerse.

Mientras tanto, las espléndidas burbujas, perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento, un eterno momento suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de las afueras de la gran ciudad que lo desconoce.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 


 

 

 

Viaje al pasado*

 

 

Coincidiendo con la fecha de mi cumpleaños número cincuenta, hace exactamente cincuenta años, los científicos de la N.A.S.A. de cuya existencia ya no tengo noticias, consiguieron hacer funcionar el diseño de la máquina en la que viajo hacia el pasado.

Ha sido emocionante al comenzar el viaje, tener la inmensidad del planeta a un disparo de cámara fotográfica, a la simple distancia de, en caso de poder abrir una ventanilla y, según parecía, poder tocarla con los dedos.

- ¿Cómo se vive en el espacio tanto tiempo? - Es la pregunta obligada que supongo deberé responder a mi regreso.

Al principio, como cualquier astronauta, uno tiene que aprender a realizar tareas como si nunca las hubiese hecho. Comer, descansar, leer, bañarse. Todo es diferente porque en el espacio las cosas flotan libremente. Si se escapa de la mano el cepillo de dientes, el mismo podría actuar como un bumerang y golpearnos la cabeza.

Dormir, por ejemplo, es complicado mientras se orbita alrededor de nuestro planeta, porque el sol nace dieciséis veces cada veinticuatro horas. Aparece como un suspiro y se esconde igual de veloz, empeñándose en despertarnos pero, cuando nos alejamos, el viaje transcurre en total oscuridad, lo cual, también suele resultar traumático.

El universo es un lugar insondable. Los colores se ven brillantes y cuando se observa de cerca cualquier planeta, se pueden distinguir las montañas y las profundas hendiduras de los cañones. No existen las fronteras ni tampoco los límites. Uno siente que está inmerso en un imponente misterio, mucho más grande e indescifrable que viéndolo desde la tierra.

Es verdaderamente sobrecogedor. A veces me he llegado a sentir al borde de la locura. No ahora que paso el tiempo gravitando y no pienso como antes con tanta seriedad en el asunto, por sobrecogedor que parezca.

Puede resultar turbador y extraño al principio, pero luego de cincuenta años, es algo tan común como lo es, entretenerse en un parque de juegos en nuestra tierra, para una persona de cualquier edad.

La máquina en la que viajo fue creada con la capacidad técnica de provocar una curvatura en el espacio, con un campo de gravedad local en su interior, suficientemente poderoso y necesario como para permitir realizar este viaje. Lo demás fue rutina pues ni siquiera se necesitó para su construcción, utilizar materia exótica. Se construyó a partir, únicamente, de materia ordinaria y densidad de energía positiva.

No sé si a esta altura no será una obviedad tratar de explicar qué significa materia exótica. Por las dudas, aquí va una pequeña referencia:

El significado más estricto, se refiere a la materia que es más estable que la materia nuclear, que está constituida por seis tipos de quarks, pero no creo que sea el momento de extenderme en explicaciones que en la actualidad terráquea, deben de comprender hasta los niños de primaria.

Simplemente, se aprovechó un agujero de gusano como túnel espacio-temporal. Este tipo de agujero conocido por los físicos (de quienes tampoco he tenido más noticias desde mi partida) como puente de Einstein – Rosen, tiene la capacidad de conectar un instante de tiempo con otro, hecho que se desprendió de la resolución de las ecuaciones de relatividad general. La decisión de iniciar este camino fue un largo y dificultoso proceso científico, que además debió superar todas las contradicciones filosóficas de la época.

Para hacerlo más simple y tal vez risorio, fue como si desconectaran un televisor de la corriente eléctrica, aunque no estoy seguro de que ustedes sepan hoy qué era un televisor. En el momento de mi partida de la dimensión “presente”, como le llamábamos al momento que estábamos viviendo, un televisor era una máquina capaz de permitir ver imágenes, a la vez que se podían oír los sonidos de lo que sucedía en la escena. De todas maneras, ya estaba prácticamente suplantado por modernos ordenadores y se lo consideraba obsoleto. Pues bien, yo sentí como si me hubieren desconectado de la energía eléctrica y que un impulso irresistible me absorbiera, haciendo que mi cuerpo y mi mente se fueran transformando con lentitud, permitiéndome regresar en el tiempo, a través del agujero gusano y de mí mismo.

Las primeras especulaciones acerca de dichos agujeros, suponían que se trataba de túneles espaciales demasiado pequeños para el paso de una nave pero luego, los matemáticos demostraron sobradamente que eran perfectamente transitables.

Tanto es así que se obtuvo, basándose en las teorías de Einstein, que el espacio se curva artificial o naturalmente, hasta crear un campo de gravedad interno, capaz de arrastrar consigo el espacio (valga la repetición) y el tiempo próximo. Lo demás insisto, fue rutina. Una vez que los agujeros negros, unidos entre sí por agujeros de gusano, absorbieron a la nave, no fue necesario ningún otro esfuerzo humano para que se franqueara la puerta hacia el pasado.

Comencé a vivir hacia atrás cada minuto de mi vida: El estruendo que provocó el encendido de motores, el último apretón de manos del jefe de la misión en tierra, la tristeza de la separación de Eleanor, mi adorada esposa, los ojos llorosos de mi familia. El día que aprobé todos los exámenes y me consideraron apto para ser el tripulante de la nave- experimento. La muerte de mi madre, el día que egresé de la escuela secundaria y me despidieron con honores. Los juegos de la infancia, mis primeros pasos. Los mimos de mis padres, la avidez con que me prendía a los pezones en busca de alimento. Cada etapa fue vuelta a vivir en detalle, en mi camino hacia el pasado.

Mi viaje como dije, lleva exactamente cincuenta años, ocho meses y días. Pronto llegaré al límite en que deberé regresar. Según lo previsto, ya me he trasladado al módulo-útero- desde donde, en pocas horas, seré expulsado nuevamente hacia el futuro por un angostísimo canal. Deberé hacer el camino inverso, hasta aquél lejano presente que dejé tras mi partida. No estoy seguro si las generaciones que me siguieron, habrán dado importancia a mi viaje, probablemente a esta altura de los acontecimientos (he perdido por completo la comunicación con el –ahora- futuro) se me haya dado por extraviado o sencillamente disuelto en el espacio-tiempo. Tampoco descarto que me espere la gloria. No lo sé.

La experiencia en sí, ha resultado de total éxito, mucho más allá de las especulaciones que se barajaban antes de mi partida.

Tampoco puedo asegurar de que, para cuando llegue a aquél presente que abandoné con fines científicos, la ciencia haya conseguido superar el lapso de amnesia, que ocurre en los niños, que va desde el útero hasta temprana infancia. De no estar ello resuelto, lamentablemente, mi viaje como todos los de los viajeros al pasado que me precedieron, habrá sido de nuevo en vano. No podré recordar para contarlo y todo habrá quedado como entonces.

 

*De Ana María Broglio.

-A su memoria-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Siempre recuerdo lugares donde supongo que nunca estuve y vuelven a mis sueños. Me resultan más familiares que los lugares conocidos. Llega un momento en que ya no se sabe qué es recuerdo y qué es imaginación y si lo real no es más frágil que lo inventado.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Estación San Sebastián*

 

(Sobre la memoria, que reivindica los momentos en la distancia,

y sobre la posibilidad recurrente de una inversión en el tiempo)

 

Del pueblo solo queda un caserío exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y se unen con los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro lado del endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible primario.

Parado en ese andén, hoy, quince de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris, bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.

Miro hacia la estación, que ya ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la denominación y observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás estaba en alguna estancia o división interna. La estación cerró en septiembre de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como esta, cuyos nombres de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido, y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus temblorosos clavos de hierro.

Pido permiso al actual habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia.

Aseguro la correa de mi cámara, la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler, en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número 2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.

Abordamos el tren, a pesar de sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros, todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac, Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.

Recuerdo Carhué como entre sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por calles prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul, Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino, también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo económico y por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.

La ciudad es pujante y cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y su acción terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego, cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.

A las siete y media de la mañana ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix, Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.

El viaje se hace torpe, traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se suceden lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me pica el boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham Gardner y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la estructura de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams, Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la tarde y la formación llega a Puente Alsina.

Desciendo en la plataforma y me asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente, desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55 respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack. Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de forjar países modernos.

Pernocto en un hospedaje de Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo. Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San Sebastián. Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren, nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.

A las diez de la mañana llegamos a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien dice que en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los operarios de la constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un costado una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo los operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad. Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de industria y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del tren.

 

 

*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com

 

 

 

 

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LOS EUCALIPTOS.    

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

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