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EL BOSQUE DE LA REALIDAD

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

https://www.instagram.com/educoiro/

 

 

 

 

 



 

 

 

LETANÍA DE LA NIÑA EXTRAVIADA*

 

Habrá que ir a buscar a la niña

traerla hasta aquí

habrá que encontrar algunas palabras

que den abrigo

para ella

la niña

la que perdió su única posesión

la que se aferra al aire.

Su vestido flamea en la soledad

blanco

claro

flamea

y se disipa.

Las voces van a perderse alrededor

no hay sitio

no hay cuna

solo un horizonte deshabitado

liso

plano

sin interrupciones

como un manto hecho de hielo

suspendido en el país de Nunca Jamás

 

*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

EL BOSQUE DE LA REALIDAD

Poesía & Narrativa breve de Irma Verolín.

 

 

 

 

 

 

 

 

MEMORIA DESNUDA

 

Alguien deshizo el nombre de mi madre

sobre una piedra

en mitad de un camino

abierto hacia la nada.

Desnuda quedó la memoria

ante la vista de lo inconcebible.

Gime interminablemente

una melodía que no sacia

pero aquí estoy yo

envuelta por un cilindro de luz

que no me lleva a ninguna parte

aquí estoy

jugando a transparentarme

del otro lado del espejo

y giro como esa bailarina de la cajita de música

sobre mi propio eje

una y otra vez

una y otra vez

hasta que el tiempo se canse de verme girar

y algo nuevo ocurra.

 

 

 

 




 

 

He llegado a este mundo

 

Vine a nacer un año y medio después de la muerte de Eva Perón. En aquella época las mujeres eran lánguidas y platinadas en las películas; pero en las casas de mi barrio tenían delantales y palanganas y escobillones y, a veces, algún sábado a la tarde, alguna que otra tarde a lo largo de un año, iban a la peluquería.

Lo cierto es que nací una noche lluviosa en la que el mundo seguía siendo bastante redondo, aunque lo fue mucho más quince años después de aquel día de mi nacimiento, cuando en la pantalla del televisor vi a un hombre con pie de plomo pisando la luna. Aquél fue el año en que se demostró que el planeta Venus es inhabitable para el ser humano; también fue el año en el que operaron a mi abuela de apendicitis.

 

 

 

 



 

 

 

CINTILLO DE MADRE

 

El cintillo de mi madre brilla

brilla en demasía

con esa cualidad que lo desprende

de la aspereza del mundo.

Brilla sin pudor

entre el vaho

que se escapa del plato de sopa.

Una constelación de brumas

enturbia por momentos la brillantez

que está en el centro de su mano,

joven, mi madre,

luce el cintillo, su blanco dedo

brilla también en un centro lejano

donde nadie ha podido llegar todavía.

Después tomaremos la sopa

despacio

nos tragaremos el brillo

con esa ansiedad que nos empuja a ir hacia adelante.

Un nutricio esplendor entrará

por mi boca, así

mi madre va estar en mí

como nadie

como nunca

 

 

 

 



 

Deseos de futuro

 

1959: todavía nadie ha pisado la luna y mi madre muestra en sus ojos la tristeza de perder un mundo que se le anuncia deslumbrante en las vidrieras, en las paredes recién pintadas, en las pantallas del televisor, en alhajeros de plata muy rojos por dentro. A mamá le fascinaban las escaleras mecánicas, los cierres relámpago, los vestidos nylon, las luces, el cinemascope, cualquier cosa que oliera a futuro. Pero, por esas cosas que suceden, vino a morirse a los treinta y cinco años, pocos días antes de que Fellini estrenara “La Dolce Vita”.

 

 

 

 





 

 

PLEGARIA DEL REGRESO

  

Volvió desde su muerte

mi madre

joven

perfecta

como era entonces. Ocurrió ayer.

Yo estaba sentada

con los codos apoyados

sobre mi rústica mesa

la mirada perdida

mientras mis dedos deshacían

miguitas de pan. Laxa la miga

se ablandó entre mis dedos

hasta que por fin

dejé despanzurrado y pura costra

el básico alimento de Dios. Entonces

apareció ella.

Al verla

amé más que nunca

su cuerpo de madre

generoso

hecho de luz y torbellinos.

Si nos hubiésemos parado frente a un espejo

ella bien podría haber sido mi hija

o yo misma

treinta años atrás. El amor

entre nosotras

se ha mantenido

intacto

como intacta es su carne

para siempre

desde que tengo recuerdos.

Abastéceme madre

con tu mirada

dame de comer

de beber

haceme dormir en la suavidad de tus palabras.

Buscame mil veces porque sigo perdida

arrópame

amamántame, madre, con el relato de un cuento

brillante en su final feliz.

Mi hambre ha crecido hasta lo indecible

y en su desmesura

se ha tragado mi vida entera,

esta,

la única vida que tengo

la que me diste

el mejor regalo que alguien puede recibir

y ha sido desperdiciada en el tiempo de esperarte.

Aun así

estoy en el centro de los acontecimientos, madre,

respiro en la esfera hueca de mi vida

con la dificultad de los recién nacidos

ahora

que regresaste.

La distancia inventada

por ese lugar al que te fuiste

fomentó mi hambre

con su maravillosa crueldad.

Te miro y no puedo creerlo

mis ojos mienten

dice la memoria de mis ojos

y se repite en un rezo interminable

que se pliega en mis células

para llegar hasta el principio

donde muy juntas

quedamos atrapadas

las dos

en el embrión de tu muerte.

El aire permanece alborotado

después de tu visita

cuesta respirarlo:

ya no deseo más que adormecerme

en el eco de tu nombre.

 

 

 

 



 

 

Mis primeros años

 

Yo rompía los espejos de las casas vecinas, aún hoy puedo recordar mi mano alzada para estrellarse contra algo que brilla. De esa manera cegué pequeños cuartos ahogados, salas inmensas con columnas de hierro, habitaciones enteras, cocinas de rojo fulgor. Todavía me estoy viendo con el ruedo de la pollera descosido, los puños y los ojos cerrados. Alta, altísima me veo, sobre una mesa desmantelada, me estiro hacia la claraboya, donde la luna blanca, llena, reluce. Allí estoy, he trazado grietas en las paredes, he dejado recortes negros que se parecen al subsuelo del mundo. Los vecinos no me quieren. Aunque eso a mí no me importa, voy de casa en casa y ando por allí diciendo: Yo deshilaché la luz de la luz, yo hice relámpagos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL BOSQUE DE LA REALIDAD

 

El bosque de la realidad

pide palabras nuevas

me implora palabras que escapen al marco del espejo

pero mi cabeza se resiste

ha perdido su fuerza, su imán

las palabras quedaron flotando

ingrávidas

en una lejanía que cortó el cordón umbilical

que las sujetaba a su propio nacimiento.

Sólo se trata de mirar, repite una voz dentro de mí

Y yo miro:  lo que veo vive en un atrás difícil de ser rescatado

Con estos ojos inservibles salgo a buscarme

Todo terminó oculto en el doblez

en ese plegamiento de un suceso desecho ante la fuga del lenguaje.

Es amplia la verdad y tiene manos pequeñas

que arañan

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi padre camina

 

De tanto en tanto sueño con las filas de arcadas que bordean aquel extenso pasillo, por el que no vi caminar a mi padre. Mi padre camina con la cabeza inclinada mientras las esponjosas copas de los árboles caen contra la tierra, entre un sinfín de manchas, de huecos, de espejismos que mi padre pisa. Él, un simple hombre de zapatos blancos, cree que el camino de la vida está sembrado de escollos y, por supuesto, los encuentra. Mi padre anda entonces por la vida con la cabeza inclinada y vestido como para ir a una fiesta. Las arcadas hacen sombra a veces sí, a veces no, sobre su pelo rizado. O el sol brilla en sus uñas o se estrella contra sus gemelos de oro. Pero él camina, avanza hacia allá, hacia la luz potente, grande, hacia la ceguera de los días, hacia el basural donde están los pedazos de todos los espejos que yo rompí.

 

 

 

 

 

 

Acto delictivo

 

Dos por tres en la escuela, en pleno invierno, yo tenía la impresión de que el espíritu de papá entraba a hurtadillas en el aula. Con un aire sigiloso, que jamás le conocí en vida, iba directamente hacia el pizarrón a robar tizas. Se llevaba las más blancas y enteras para limpiar sus zapatos de verano. Claro que yo nunca les comuniqué a la maestra y a la directora esta impresión. Sé que hice muy bien. Las maestras eran mujeres resentidas, la directora una señora incrédula que engordaba año a año y se teñía el cabello de un color distinto cada mes. Además, yo andaba por aquel entonces en un estado tan deplorable que me hubiese costado convencerlas de que había tenido un padre alguna vez.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los cigarrillos de papá

 

Eran blancos como sus zapatos de verano y se incendiaban lentamente desde la punta hacia el filtro color madera. Un rojo crepitar, recubierto de levísima ceniza, iba deshaciéndose en la punta y caía, no siempre en los ceniceros, a veces en la alfombra, en las mesas barnizadas, en el suelo, en el aire: en toda la casa. Daba no sé qué ver la penuria del cigarrillo acortándose en la boca semiabierta de papá. El cigarrillo iba y venía. Iba y venía. Ese blanco cigarrillo incendiado en la punta me encandilaba. Y el humo, un vaporoso blanco sucio que ascendía desprolijamente por el aire y enturbiaba la figura de papá que estaba detrás, detrás de la frágil humareda que pronto lo cubría, lo envolvía, que lo transformaba en un recuerdo, que lo blanqueaba como una mala foto, que lo hacía desaparecer, aparecer y desaparecer, para que nos fuéramos acostumbrando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AMOROSA DOMESTICACIÓN

 

    Nadie dudaba de que el domador de mariposas realizaba una tarea deslumbrante.  Era un hombre alto, un poco desgarbado y de ojos lánguidos.  Él, solamente él, mediante una complicada red de trucos, un sofisticado y muy bien aprendido juego de ardides había conseguido dominar su oficio.  Nunca se dio por vencido hasta descubrir el más mínimo secreto para lograr que las mariposas hicieran lo que era necesario: dar vueltas por el translúcido aire describiendo amplios círculos esbeltos, quedarse posadas durante algunos instantes sobre el hombro de una muchacha o revolotear con plasticidad en torno a una orquídea.  Él sabía que ante todo una mariposa busca la luz, de manera que su trabajo se desenvolvía entre oscuridad y claridades.  Daba gusto verlo cuando con sus brazos dibujaba sutiles movimientos, la mirada fija en una mariposa multicolor sometida a las ondulaciones de sus manos, a los conos de sombra y a las ráfagas de luminosidad que él desplegaba con inigualable destreza. A veces el sol caía con elegancia y creaba un haz refulgente que envolvía como una esfera intangible al hombre y al conjunto de las mariposas en su magnífica danza. Otras veces la lluvia se alborotaba e interrumpía la tarea que él después continuaba bajo un tinglado con pilotes de cedro y techo de zinc; lo había construido en absoluta soledad con ese fin específico y se sentía orgulloso de su arquitectura y su aspecto rústico que no contrastaba con la naturaleza en la que estaba emplazado. En los días de viento afinar sus mecanismos significaba un gran desafío, la adrenalina se apelotonaba en su cerebro, aumentaba su habilidad y despertaba sus instintos. De cualquier modo, siempre sucedía lo que era preciso que sucediera: nacía la fascinación de lo que encuentra su sitio en este mundo. Cada ser vivo que es capaz de volar invita a los ojos a perderse en aquello que está más allá, aquello que devora la asfixia cotidiana extendiendo el foco de la mirada hacia lo muy abierto.  Los vuelos de las mariposas trastornan la percepción de las cosas más ínfimas de esta tierra, solo con mirarlas el hombre comprendía sin palabras lo que luego las palabras estaban impedidas de expresar.

  Por desgracia la vida de una mariposa es tan breve que, ayudado por la práctica de su oficio y ese azaroso aprendizaje que le otorga a la gente acumular números en el calendario, el pobre domador se había resignado a desapegarse. La mano que aferra el contenido de pronto pierde fuerza y se desvanece. Comprender esto fue un proceso paralelo al de la domesticación amorosa y continua que él ejercía sobre las mariposas. Las dos experiencias crecieron juntas, una en su interior y la otra, hacia los alrededores donde el aire siguió siendo el espacio más confiable que un ser humano puede encontrar para que su trabajo crezca y se agigante como árbol milenario. Lamentablemente, no bien el domador entraba en confianza y se encariñaba con una de las mariposas más bellas y atrayentes, estaba obligado a despedirse. Llegar y partir es el movimiento rutinario de la vida, eso lo sabe media humanidad, pero ninguna persona lo supo con la certeza que llegó a adquirir el domador de mariposas.  Cada pérdida le producía una pena infinita. Lo efímero se aleja de lo perdurable apenas en un guiño del tiempo. Por la noche, cuando él abandonaba su puesto de trabajo, la fugacidad dejaba en el aire una ráfaga entre desconsolada e inquietante. El tiempo se vuelve huraño en casos como este, lo sabemos.  Lentamente, aunque con la firmeza del paso de los años, los avatares de la profesión fueron dejando estragos en este hombre comprometido con su quehacer, unas tras otras las ausencias se hicieron notables, fueron como la llama vibrante detrás de una cortina de voile, no existía margen de error: tarde o temprano la cortina se incendiaría. Lo cercano impregna lo cercano con cierta fatalidad e ironía.  Así es que la gente no tardó en encontrarle un apodo y comenzó a llamarlo “el viudo de las mariposas”. Quién podía negar que el hombre se había transformado en un ser taciturno y bastante hosco. De tanto obligarlas a ir de la oscuridad hacia la luz y de la luz hacia la oscuridad procurando que las mariposas se comportaran de acuerdo a lo esperado, él mismo se convirtió en un ser grisáceo que conocía a la perfección ese límite frágil que separa lo negro de lo diáfano, lo denso de lo sutil, lo indescifrable de lo nítido. Los márgenes son lugares con demasiada hambre y terminan devorándose a quienes se alojan en ellos, esta clase de zonas intermedias se parece a un barco que va a la deriva listo para naufragar. El tiempo en estos casos juega en contra, se vuelve desobediente y se rebela contra la vida. Como era de esperarse, la mucha viudez acumulada le sentó  rotundamente mal a este hombre, un color rancio le fue cubriendo el pelo y le enturbió los ojos, un peso en el pecho empezó a oprimirlo desde muy temprano en la mañana, sus células se cansaron, se agotaron, se extenuaron secretamente en lo más hondo de su persona, la vida se socavó a sí misma sin la  menor contemplación en cada parte de su cuerpo,  por lo que el domador de mariposas terminó muriéndose muy joven un domingo a la tarde sin dejar reemplazante. Cuando se corta el hilo que sujeta la vida con la vida, algo más también se corta, sin embargo en este caso no ocurrió así. Dicen que en el día del entierro resultó difícil cumplir con los servicios fúnebres: multitudes de mariposas de los colores más increíbles, con las alas más tornasoladas que alguien había visto jamás cubrieron el cementerio desde la entrada con columnas de mármol hasta la hilera de jacarandaes. Fue el entierro más alegre del que se tiene memoria en aquel lugar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL SOL EN LA PANZA DE MI ABUELA

 

Una noche mi abuela se tragó el sol

todo el sol en la panza de mi abuela

bullendo en silencio

arrinconado

solo.

A la mañana siguiente el mundo se quedó perplejo

íbamos a tientas por la casa

por las calles

bichitos sin rumbo como murciélagos

cuerpo desnudo

la completa oscuridad ennegreció nuestros pensamientos

Tristes días comenzaron a respirar en nosotras

las plantas del patio se murieron

quedaron los tallos de malvones

lánguidos

flojitos

cayendo hacia abajo

convertidos en hilachas para hilvanar los ruedos de un vestido

abuela dice ahora que el tiempo no existe

pero el tiempo le lleva la contraria

Abuela corre detrás de los días

con su vientre henchido de sol

los días se escapan, son estrellas fugaces,

los días dejaron de ser vecinos de los días

Abre tu boca abuela que quiero asomarme a ver el sol

¿dentro de tu boca el tiempo adormecido puede cantar una canción de cuna?

abuela repite las pocas palabras que aprendió siendo niña

y las palabras germinan y echan raíces donde nadie quiere que crezcan

abuela no duerme

abuela se sienta a mirar el horizonte neblinoso

abuela busca entre sus memorias una rendija de luz

la capa de neblina cubre las voces de mi abuela

que hablan desafinadamente

al compás de su miedo.

Abuela desviste las horas para ponerles una camisa de fuerza

Abuela le pide tanto a la vida

que a la vida no le alcanza para responder

Abuela abre los ojos y el sol tiembla dentro de su panza.

 

 

 




 

 

 

 

EL VIAJE

 

Cuenta mi abuela que en año veintiocho ella iba con su hija en brazos en el asiento delantero de un coche Fort T.  Era un coche que relucía muy negro por fuera y acolchado por dentro. Quien manejaba era un vecino acaudalado que había insistido en llevarlas hasta un campo cercano, un hombre delgado de grandes bigotes con un sombrero que lo hacía un poco más alto. Cruzaron aquel pueblo de casas cuadradas y techos bajos interrumpidos por la sombra de árboles que se desbocaban sobre la vereda y de pronto: una embestida. El coche había chocado con un carro a caballo. La cabeza del caballo entró por la ventanilla abierta y su respiración de animal, pegajosa, densa, se confundió con la de mi abuela. Los hombres discutían afuera, y el caballo respirando. Mi abuela sólo dice recordar eso y después casi nada. Salvo que su niña murió aquel verano. Aliento de animal tiene la vida, dice mi abuela.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ENSEÑANZAS 

 

  Las cosas que mi abuela me enseñó son cosas que ya no se usan más; todo ha ido cambiando sin darle tiempo a ella, que aún hoy supone que el sol sale y se esconde, que vuela por el cielo como un papel incendiado. Pero a pesar de eso, cuenta mi abuela, mientras señala con su dedo índice hacia allá, hacia allá, en algún lugar de la penumbra que divide los dos mundos, todavía hay mujeres que escuchan voces ásperas. Son mujeres tristes que arrastran enormes baldes llenos con sus penas. Y sus penas se desbordan y rebasan las orillas ácidas del balde y chorrean espumas, babas, hilos de saliva. Entre ellas también estoy yo, yendo y viniendo. La manija de mi balde tintinea al rozar el metal y se entremezcla con la voz de mi abuela que me aconseja que, al atardecer, cierre los ojos y, si es posible, lo mejor sería que lo escondiera entre mis manos. Yo entonces ahueco las dos manos y hundo mi cara, esta cara de madona melancólica con la que voy por el mundo; y así el mundo desaparece de repente entre mis manos. La oscuridad es redonda y caliente. Además de esto mi abuela me ha enseñado a hablar de la noche con naturalidad. Horas enteras, largas parrafadas: ella dice palabras que se resbalan como un papel que se deshace y al hacerlo cruje: sol caído, ella persigue con sus ojos semicerrados el sinfín de mujeres entre las que yo también rondo con mi propio balde. Atardece, atardece interminablemente mientras vacío mi cargamento en la boca de mi abuela, que es una boca grande, abierta, llena de palabras que estallan y estallan. Ahora mi balde de metal se parece a una campana. Lo dejo allí, sobre el límite, sobre esa línea penumbrosa que divide los dos mundos; y allí se queda, resplandeciente y solo.

 

 

 






 

 

 

LAS PIERNAS DE MI ABUELA

 

      Si los árboles crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado. Sus piernas flacuchas entre el ir y venir de esas polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos o con sus caminatas bajo el sol una mujer que, como mi abuela, tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos desaparecer.

    El tiempo pasó, para bien y para mal, mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y delgadísimos renglones que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la criticaba en aquellos cuadernos y ella, por la noche, los leía. A la mañana siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se iniciaba al costado de su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las piernas bastante largas y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando de mirar un sol que no estuviera opacado por el enorme y mugriento techo de vidrio del patio. Porque mi abuela había mandado techar el patio igual que si se hubiera tratado de hilvanar el ruedo de un vestido. Ella había querido atrapar el sol y, por supuesto, había logrado lo contrario.

   Ahora he cumplido veinte años y me miro en el espejo: mis piernas alargadas por unos tacos negros, tan negros y espeluznantes como la línea artificial con los que delineo mis ojos. Mi abuela mira la televisión. Y la televisión la mira a ella. Entonces el tiempo, digo yo, va pasando para bien, aunque nunca se sabe. Dios me espía y yo me hago un ovillo en el viejo sofá desteñido. Me quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el aire que entra, sale enseguida por mi boca; entra y sale y no se va.

   Un día, gracias al tiempo que ha pasado, me voy, como quien dice, arañando otros horizontes, pellizcando un hilván, un hilo demasiado delgado del que no podré colgarme. Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que el sofá de la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas blancas, blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como siempre.

    A mi abuela le han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella me llama cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi computadora, yo intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea matado por un árabe o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito dentro de la pantalla. Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido la computadora. De pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz verde, muy verde y encendida, pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué. Oigo la voz de mi abuela que me dice:

    - ¿Hoy tampoco saliste de tu casa?

     -No- le contesto.

    Imagino sus largas piernas, blancas por demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga conmigo, igual que cada día, una interminable conversación. Mientras tanto el muchachito gris corre torpe y frenético por la pantalla de mi computadora. Corre, corre, entra en mi cerebro, se confunde y me asfixia. Y sigue escapando. La computadora emite un pequeño ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La voz de mi abuela continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo vivo metido dentro de un ataúd.

 

 

 

 




 

 

 

YO SOY LA MUJER QUE PIERDE SUS SOMBREROS

 

 

El hombre corrió detrás de mí

y me devolvió el sombrero

que el viento había arrancado de mi cabeza

para llevarlo lejos

lejos:

el sombrero volaba como un pájaro.

Después llegó otro viento,

esta vez fue más rápido que el hombre

y me arrancó de cuajo el mismo sombrero

que ya nadie lograría rescatar.

Ocurrió cerca de un río

al sur de la India, me volvió a ocurrir

en las sierras de Córdoba

y en la Puna

muy próxima a Bolivia,

y también en una plaza de la ciudad de Filadelfia

plagada de ardillas que surcaban los árboles

o brincaban sobre estatuas hechas con migas de pan.

Sucedió en otros sitios,

mejor no recordarlo

mejor no volver a la escena

en la que mis abuelos

treinta años antes de mi nacimiento

dieron vuelta aquel sombrero de fieltro

-redondel oscuro desbocado hacia el cielo raso

o hacia un futuro laborioso de rutinas y polvo-

para llenarlo de papelitos,

delgadas tiras blancas

con nombres de varón y de mujer.

Nació varón, mi padre

nació el niño que sería mi padre y

quedó el nombre de la niña colgado

en las aberturas del aire,

en el suelto aire

de la nada suspendido.

Después vino la niña y se murió muy pronto,

ese nombre

que escapó del sombrero fue guardado

con delicadeza

para mí, esa otra niña

que nació demasiado tarde

con un nombre prestado

que un sombrero dio a luz

antes incluso de que naciera mi padre

antes que la muertita me ofreciera su nombre.

Siempre he perdido mis sombreros

los perdí por supuesto en el tumulto de una pesadilla.

Una cantidad interminable de mujeres

que son yo misma, se disuelve

sobre infinitas profundidades

para que los cuerpos se extravíen como sombreros

en paisajes diferentes.

Soy -ya no hay remedio- esa mujer

que pierde constantemente sus sombreros

en cualquier parte

cerca del mar con preferencia. Los vientos

voraces

me los han ido arrebatando uno a uno

en lugares insospechados de este mundo,

tratándose de mí

no hay sombrero que permanezca donde debe,

los perdí montones de veces.  Y los seguiré perdiendo.

Los sombreros huyen

huyen y se extravían

en este mundo repleto de ciclones

tornados

en la barahúnda

que aleja para siempre

a una sencilla mujer como yo

de sus sombreros.

 

 

 


 

 

 

 

EMBARCACIÓN VIKINGA

 

Necesito un barco vikingo

para irme a otras tierras

lejos de aquí

lejos de esta cercanía con mi nombre

con mi rostro de mujer entrada en años

con mi caparazón de tortuga

de oso hormiguero

de caracol, lejos

en el extremo sitio de las lejanías

donde se juntan lo muy oscuro y el sol.

Necesito una bestia tallada en madera

enarbolada por un círculo hueco

replegado en sí mismo

hecha a la medida de todos los océanos,

esos espacios creados contra la desmemoria

tan abismalmente anchos

tan lisos

tan inabarcables.

Necesito mi embarcación

construida con las transparencias que surcan

las palabras que alguien inventó para mí

en las sombras. Vendrán los dioses

a susurrarme con su inconcebible voz

el camino de los vientos. No existe itinerario

que me lleve a lo más lejano

de lo más lejano

a la muy íntima proximidad del límite

a la extensión filosa

que ahonda la travesía en las aguas heladas.

Iré desnuda, cubierta con dos o tres palabras

pocas

escasas

suficientes

para sostenerme mientras atravieso

las anchas aguas heladas. Nadie

podrá encontrarme en aquel sitio

donde lo lejano de tan lejano

se desarrimó del mundo

y de sus marquesinas con colores

que causan daño a la mirada. La lejanía

se alimenta de mi viaje

en la antigua embarcación vikinga

en la que voy

sola

desnuda

trepada al sonido de mínimas palabras

que me distancian todavía más de esa lejanía

deshecha a cada rato como figuras

en un caleidoscopio.

El océano con sus aguas heladas

se explaya en la orilla del mundo

se despereza interminablemente

para diluirse entre los guijarros del lenguaje.

La amplitud que me rodea

es espejismo puro

es un desprenderse de las formas

solo hueco más hueco

más hueco creando mi travesía

bajo los párpados de un cielo

que calca lo que ve

lo que se muestra

sin tapujos

en su arcaico esplendor.

Estoy vacía y me pierdo en lo vacío,

las formas se olvidaron de su forma

como un niño apartado de su casa

que no conoce el camino de regreso,

un niño de ojos grandes y pantalones cortos.

Las distancias en el infinito océano

necesitan de mi miedo

así como yo necesito una embarcación

hecha en madera

para construir un camino

enseguida borroneado por el agua en su ir y venir. Avanzo

mientras el camino se diluye a mis espaldas

lo que no tiene forma se regocija

en su propia divagación.

Nadie me ve cuando mi barco abre un surco

sobre las heladas aguas

en las que la luz difumina su color azulado

nadie tampoco podrá verme después

aunque proliferen ojos y transparencias.

Mi miedo tiene el don de lo que carcome por dentro

y es el motor de este viaje

que no tuvo principio

ni nunca se terminará.

Sigo aferrada a mi embarcación vikinga

como si fuese un nombre que me fue dado al nacer

en este territorio con sus aguas heladas

y su mástil enarbolado por un círculo hueco.

 

 

 

**

 

 

 

Irma Verolín.

 Ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”.

-Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín.

-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

 

Recientemente ha publicado los libros de cuentos:

"Fervorosas historias de mujeres y hombres" Editorial Ciccus. 2021

 "Cuentos de mujeres leves" Editorial Palabrava. Santa Fe. 2023.

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

SILBIDOS Y TANQUES DE AGUA*

 

¿Era Cortázar el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?

La estación de tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a tantas otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles, afeada la pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada torpemente sobre la estructura perfecta.

Quién puso el tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.

Tanque de agua contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos, peatones indolentes.

Esta Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo. Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.

Esta estación de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia por los pasados esta despreocupación por los futuros.

La estación Rolito los silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y mancillada, la belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado desgastada, desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario aunque los árboles se indignen.

Los que colocaron el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin pensar. Sin culpa habrán silbado el albañil y el plomero.

Después se habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

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