*Foto de Eduardo Francisco Coiro. @educoiro
RECUERDOS
DE LISETTE *
En estos días cercanos a Navidad, me
preguntaba
qué debe ser de Lisette, la muchacha
candorosa
que trabajaba en la lavandería del hotel de
Earl's Court,
en ese sótano que olía a desodorante y
jabón
y que ella iluminaba con su sonrisa y sus
ojos.
El mundo, la vida, eran otros para ella y
sus fotonovelas
de amor. Y todo estaba perfumado, ya desde
temprano,
cuando encendía las luces, luego de viajar
más de una hora, desde su barrio del sur.
"Yo sueño con conocer la
Argentina", me dijo dos
o tres veces mirándome a los ojos en su
inglés
suburbano. "Mi abuelo trabajó largo
tiempo
en el ferrocarril y siempre me hablaba de
esos años".
"¿Así de bella es la Argentina?",
me preguntó mientras
me entregaba perfumados mi blue jean y mis
camisas.
¿Qué debe ser de la rubia y candorosa
Lisette?, pienso
a la vez que leo las noticias y veo fotos
prenavideñas del mundo,
algunas plenas de luz, otras plenas de
buenos deseos.
"Mi abuela siempre recordaba con
tristeza
aquel tiempo de la guerra", dijo esa
tarde al despedirme.
*De Eduardo
Dalter.
CELEBRACIONES*
Pica
el olor del vinagre en
la cocina
y la cebolla fresca en
la mesada.
Pica y lloro.
Corto en rodajas
suaves,
una a una,
con el filo aguzado de
la dicha.
Corto serenamente.
En una olla la carne
canta su ternura.
Has visto
que a fuegos lentos
todo tiende a
desarmarse,
como si hubiera algo
en lo paciente
que logra romper
lo imperturbable.
Sí, ya sé,
es la vieja metáfora
de la piedra y el mar,
esa constante,
pero no importa porque
huele
a cocina de infancia
en la cocina
donde mi paso de
adulta deja huellas
y son las manos de mis
hijos las que agitan
savia y laurel.
Es bueno
saber que yo también
pude desarmarme
y arrancarme de la
piel los jirones de lo roto
para crecerme, suave,
en la cocina
de esta casa que
construyó mi mano,
donde el amor perfuma
y nunca duele.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
LA
CLASE OBRERA NO VA AL PARAISO*
La clase obrera no va al paraíso
viaja apretada en las vísceras de
un trueno o peor: entre el golpe
de alas de un relámpago, suelta
de cuerpo, atrevida de rostro
o semidesnuda.
La clase obrera cose las heridas
del cielo en los talleres del tiempo
también en los telares, soñando,
según quién lo lea y dónde, según
quién lo entienda, comprendiéndolo,
ya que puede ser la bandera
personal o la patria, el norte
de cada uno, la vida entera.
Según quién lo mire. Según se vea.
Aquí o en la China la clase obrera
no va al paraíso; viaja atormentada
en las vísceras de un trueno apretada
en las vísceras de un pollo
enmudecida en el aire sin alas
que de un golpe sin sonido
se esfuma en el aire
como un relámpago se esfuma
en el aire pesado de tormenta
y desaparece
entre los viejos telares
del cielo.
*De Jorge
Palma. jpalma@adinet.com.uy
-Poeta y narrador, Uruguay, 1961.
El túnel del tiempo*
Está oscuro, muy oscuro. Difícil es ver con
nuestro único ojo dentro del túnel del tiempo. Sin embargo lo sentimos, es
acuático. En cierto modo denso, una melaza liviana por donde nos deslizamos
ayudándonos con nuestras aletas incoloras.
Muchas han sido las aventuras ocurridas
durante el largo viaje.
Al principio del recorrido, encarnamos en
artesanos y constructores, gigantes de horrible temperamento: fuertes,
testarudos y de fieras emociones.
Posteriormente, fuimos encerrados por
Urano, el dios primordial del cielo, en el tártaro. Un lugar de sufrimiento y
castigo. Liberados por Crono, el primer líder de los Titanes, aquellos dioses
que gobernaron durante la edad dorada. Crono nos utilizó para derrocar y
castrar a Urano y luego nos regresó a la misma cárcel de tormentos.
Zeus volvió a dejarnos en libertad y en
agradecimiento, le ayudamos a forjar rayos para ser usados en la guerra que, el
padre de los dioses y de los hombres, mantenía con Crono y con otros Titanes.
En aquellos tiempos, nos dedicamos a la construcción
de armas de guerra: Brillos, truenos y relámpagos para Zeus. Un tridente para
Poseidón. El arco y las flechas de Artemisa, el casco que Hades le dio a Perseo
para que luchara contra Medusa y también fuimos y somos, los encargados de
producir los ruidos internos, de los volcanes en erupción.
Apolo, uno de los más polifacéticos dioses
del Olimpo, pretendió, a pesar de nuestra inmortalidad, habernos exterminado.
Luego fuimos una tribu primitiva de enormes
monstruos de un solo ojo, descubierta por Odiseo, el héroe de la guerra de
Troya, en una isla remota identificada como Hesperia.
Aseguran que los hesperies, estábamos
relacionados con los Gigantes y con una tribu fenicia surgida de las gotas de
sangre que cayeron sobre la tierra cuando Urano fue castrado.
El Gigante más conocido de quien se tiene
referencia, fue uno de los hijos del dios Poseidón y de la Ninfa Toosa llamado
Polifemo, que perdió un ojo por culpa de Ulises. Era barbudo y tenía las orejas
puntiagudas de un sátiro.
Después de dichas manifestaciones
corpóreas, se perdió completamente el rastro de los cíclopes, nuestro rastro.
Ninguna referencia histórica ha vuelto a mencionarnos hasta ahora. En esta
etapa del viaje y a efectos de continuar el camino, hemos encarnado en
tiburones albinos, obviamente cíclopes. Nuestra misión continúa viajando a
través del tiempo, en este caso, por el túnel acuático de las cavidades
marinas. Lo hicimos durante miles de años. Ahora nos han interrumpido. Uno de
mis hermanos, fue atrapado por un pescador a los alrededores de la isla
Carralvo, que se encuentra sobre las prístinas aguas del Golfo de California.
Luego de asesinarlo, lo ha entregado a las garras de los investigadores
humanos. Nuestro viaje se encuentra momentáneamente postergado. De todas
maneras, no hemos abortado el objetivo. Aunque sin cumplir, por el momento,
deberemos mantenerlo en el más absoluto secreto hasta que, el hombre, vuelva a
perder rastro y regresemos al camino, dentro de la persistencia conservada por
tantos siglos. Pronto llegará la orden, acabará el viaje y el mundo actual…
sabrá a qué hemos venido.
*De Ana
María Broglio.
-A su memoria-
Lo que
callamos*
El aprendizaje fue urgente y elemental
marcado por la herencia o el contexto:
distópico, esquivo, incómodo, irritante.
Como un pinchazo que alivia la presión
o un cerco caído por las repetidas fugas
necesarias, vitales, arteras, censurables;
valiosas al fin del día, un entrenamiento
con el fin de encontrar la grieta del muro.
Aquel vicio tan necesario para sobrevivir
al borde del abismo en el desaconsejable
y frágil equilibrio. Ese instinto que caído
adentro trituraron para reciclar los restos
de lo que fuimos. Con la dura adaptación
y el triste resultado de estados enfermos.
Indefinibles en palabras: la sospecha de
una extrañeza incomunicable, el miedo
en la sangre de ignorar algo importante,
y la mancha deshonrosa de la soledad.
El esfuerzo sobrehumano de entender
todo eso oculto y por fuera del relato,
la única excelencia que a nadie sirve.
Milenios de cadáveres enmudecidos
atragantados de verdades relativas.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Aquello
destinado a arder:
la luz, el fuego,
eso
que limitado por la
sustancia
tiene un final.
¿Hay cenizas de la
luz?
En mis ojos
tiembla la sombra
siempre
como una premonición.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
La
noche mil dos*
*Por
Alejandro Badillo.
badillo.alejandro@gmail.com
Se
cuenta -pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico- que
en la antigüedad del tiempo hubo un reino próspero que extendía sus límites en
la profundidad meridional de Asia. Su rey era sabio y la prudencia gobernaba
sus decisiones. Las nubes se extendían por las montañas y la luz del sol pulía
la superficie de las casas y de las calles. Los gatos rememoraban otras tardes
en la orilla de las fuentes. Las mujeres dejaban sombras que se internaban en
los jardines: sus voces se enredaban en las plazas mientras la fiebre de la
tarde ascendía en los edificios. Los viejos invocaban a la penumbra en sus
oraciones. Durante mucho tiempo hubo paz: generaciones enteras se sucedían en
un flujo ininterrumpido. Genealogías compartían una sola memoria que se
remontaba a un pasado en el que la sangre se había vertido en vasijas ocres
para asegurar la persistencia de las estaciones, el aliento del agua en los
ríos y el negro latido en los ojos de las mujeres.
Una noche de verano, al otro lado de las
montañas, avistaron luces. Desperdigadas a lo lejos parecían ojos amarillos e
inmóviles. Estuvieron algunos minutos, redondas y estancadas en la oscuridad, y
después desaparecieron. Nunca se había visto ninguna señal en esa zona y los
reinos vecinos eran tan lejanos que era imposible observar la luminosidad que
brotaba de sus casas. La noticia se extendió entre la población y, al día
siguiente, el rey convocó a los sabios. En una larga mesa se ramificaba el
incienso. Las barbas eran escrudiñadas, las bocas sorbían infusiones de azahar
para entretener el silencio. El rey, rodeado por sus más cercanos consejeros,
inició la sesión. Un sabio propuso echar los dados para saber el origen de las
luces; otro dijo que las señales eran profecías y que debían interpretarse en
la piel de una mujer virgen, escogida al azar en el mercado; el ultimo -el más
Viejo- afirmó que todo acto, por ínfimo que sea, tiene su réplica en el
universo: el movimiento de los astros dibuja, para el que sabe ver, a una
escala diminuta, los gestos de cualquier hombre sobre la faz de la Tierra. Por
eso habría que escudriñar el cielo en busca de inconsistencias, extrañas
formaciones de nubes; incluso cambios en la migración anual de los pájaros que
inundaban tejados y azoteas. Se anunció al pueblo la falta de consenso después
de horas de discusión y la gente, apesadumbrada, regresó a sus casas.
Un antiguo profeta decía que la sospecha es
un animal cuyos tentáculos se extienden hasta apresar el alma de los hombres y
llevarlos a la locura. El reino mantuvo sus actividades diarias, sin embargo
algo había cambiado en la gente: las miradas iban por lo bajo, como si hubiera
signos ocultos entre las piedras. La plática antes vivaz en las plazas se había
convertido en un murmullo que se apagaba con la puesta del sol. Los eruditos
seguían enredados en suposiciones: quizás el número de luces o la distancia
entre ellas concentraban un significado que sólo podía develarse estudiando
tratados antiguos, fórmulas matemáticas, conjuros. La gente los veía deambular
por las calles, con el cabello revuelto, llevando libros de gruesas tapas bajo
el brazo. El rey mandó un destacamento de guerreros a los límites del reino
para vigilar las montañas y dar aviso en caso de que retornaran las luces. La
gente subía a lo alto de las casas pero no hubo más señales. La oscuridad era
un mar tranquilo que envolvía las montañas y los valles. Las estrellas
mantenían su posición en el cielo. El filo brillante de la luna seguía avivando
insectos.
Transcurrieron los días. El rey trató de
olvidar el incidente, sin embargo, una noche soñó que salía de sus aposentos y
recorría los corredores principales del palacio. Los salones estaban desiertos.
Un amplio ventanal parecía interrogarlo desde el fondo de un pasillo. El rey se
acercó y miró al exterior: unas luces se movían entre las montañas. El silencio
se rompió con un murmullo que creció, como si muchas voces estuvieran atrapadas
en algún punto del espacio. El murmullo se convirtió en un zumbido que resonaba
en las paredes. El rey caminó de regreso a sus aposentos, pero el pasillo
conducía a pasajes sin salida; algunos corredores se bifurcaban y otros
regresaban al punto de inicio. En su corazón tuvo la sospecha de encontrarse en
las entrañas de un inmenso laberinto que, en algún momento, lo aniquilaría.
El rey despertó entre sudores. Su carácter
afable desapareció y ya no sonrió en las audiencias. Cuando era requerido para
resolver alguna disputa apenas atendía las razones de los demandantes. Las
fiestas se suspendieron. Dejo de recorrer los jardines en las mañanas y, a veces,
se encerraba en sus habitaciones hasta el crepúsculo. El cambio en sus
costumbres fue notorio para todo el reino. Su rostro demacrado tenía el color
de la luna llena. Circulaban rumores que acusaban al gran visir, un anciano
venerable, conocedor de las artes médicas, de un envenenamiento: quizás vertía
algún líquido extraño en la copa de vino que ofrecía a su señor todas las
noches para derrotar al insomnio. Tal vez utilizaba su conocimiento para
influir en los humores del rey y, así, manejarlo a su antojo. Otros decían que
un grupo de notables conjuraba para hacerse del poder y sólo esperaba las
condiciones necesarias para dar el golpe definitivo.
Las mujeres en las plazas comentaban las
últimas novedades. Las jóvenes consultaban su futuro en los posos ardientes del
café. Algunas bodas se aplazaron hasta tener alguna certidumbre. En el palacio
el rey era acosado por muchas ideas. Había contado su sueño al gran visir y a
sus principales consejeros pero ninguno logró explicar su significado. Parecía
que el laberinto se volvía realidad con preguntas que no iban a ningún lado,
con pensamientos que eran círculos regresando al punto de inicio. El rey empezó
a creer que su tiempo se agotaba y que las luces eran los ojos de un animal que
jugaba con él, como el gato que se entretiene antes de devorar a su presa.
Consultó libros sagrados y profanos. En las noches paseaba por el castillo
mirando los retratos de sus antecesores, una ilustre saga de valientes que
habían domesticado el fuego y convertido a Alá en su único Dios. Seguía soñando
que recorría los pasillos desiertos cercanos a su dormitorio. Iba de salón en
salón mirando mesas de oscuro roble, consteladas con fruta dispersa, platos en
el suelo y velas aún ardiendo, acometidas apenas por imperceptibles corrientes
de aire. Las sillas, también dispersas, parecían haber sido abandonadas
segundos antes, como los camarotes de un barco antes del inminente naufragio.
El gran visir le dijo que no había ninguna
muestra de inestabilidad. Desde hacía muchos siglos se había acordado la paz
con los reinos cercanos. Los campos daban cosechas abundantes y las estaciones
se mantenían gracias al favor del Altísimo. Sin embargo, en las calles, la
gente seguía inquieta por las luces y su sentido. El rey, obcecado, siguió con
sus consultas. Una noche, sumido en las tinieblas del insomnio, fue a la gran
biblioteca a seguir interrogando libros. Pasó de la anatomía de los cielos a la
de los hombres; de la densa botánica al prolijo estudio de los minerales. Harto
de volver las páginas, con los ojos nebulosos después de fatigar los abultados
volúmenes, iba a abandonar la tarea cuando descubrió un ejemplar cuyo perfil,
consumido por el tiempo, asomaba entre las patas de un sillón acosado por las
termitas. Lo acercó a la luz de las velas: no había ningún título en la
portada; tampoco había referencias del autor. La superficie del libro parecía
latir como un corazón oscuro que acicateaba el deseo por conocer su contenido.
Al abrir las tapas ascendió hasta su nariz un tenue olor a madera quemada, como
si aún retuviera en sus entrañas las huellas de un lejano incendio. El rey
comenzó a leer una historia que se remontaba milenios atrás, cuando su pueblo
apenas se había establecido entre las montañas después de vagar por territorios
devastados por la lenta fiebre del sol y por insectos que, se decía, eran
capaces de devorar hombres. Recorrió un linaje antiguo del cual apenas tenía
noticia; atestiguó el establecimiento de costumbres y la constitución de las
primeras leyes. Pronto llegó, mientras la noche ganaba altura, la historia de
un rey querido por su pueblo por su sabiduría y justicia. La narración contaba
que, un día, después de la acostumbrada audiencia matutina, aparecieron luces
en el cielo. El anónimo autor no detallaba la forma ni el color de éstas, sólo
describía la perplejidad de los habitantes y el temor que comenzó a extenderse
como una enfermedad que gangrenaba el reino. Ante la falta de una explicación
plausible la gente comenzó a dudar del rey. Muchos dijeron que esas luces
vaticinaban el avance de un imaginario pueblo enemigo; otros afirmaban que eran
señales del fin del mundo. En todos los escenarios, incluidos los más
inverosímiles, el rey aparecía como alguien incapaz de proteger a su pueblo.
Pronto se habló de destituirlo y su guardia personal, fieros combatientes
dispuestos a ofrendar su sangre por él, abandonó sus votos de fidelidad. La
última hoja, cuya volátil caligrafía denotaba una mano apresurada, refería la
muerte del rey en la plaza central de la ciudad y la destrucción del castillo a
manos de una turba guiada por heresiarcas y líderes populares.
El rey guardó el libro en un baúl que
escondió atrás de un armario. La amenaza ya no era una espada imaginaria
pendiendo sobre su cabeza sino un escenario que, seguramente, se repetiría. Ya
no confió sus pensamientos a sus sirvientes más cercanos, ni siquiera al gran
visir que fingía ocuparse de sus labores, quizás esperanzado que el tiempo y la
costumbre se impusieran a la zozobra. En el reino apenas se comentaba el
misterio de las luces y el tema de conversación se centraba en el rey y su
conducta. Algunos decían que planeaba escapar del castillo; otros afirmaban que
se sometía a extraños ritos adivinatorios que, quizás, lo acercarían al
conocimiento íntimo de las luces. Sin embargo nadie pudo prever lo que ocurrió
días después, cuando el rey despachó heraldos en todas las ciudades y pueblos
que anunciaron la disolución del consejo del reino, aquel que representaba los
intereses de los gremios y los distintos grupos sociales. Ante la amenaza
invisible que se cernía sobre el reino, las nuevas disposiciones incluían la
prohibición de salir a las calles después del crepúsculo y la obligación de
avisar a la autoridad de cualquier incipiente peligro. El rey, a través de sus
emisarios, afirmaba que estas medidas eran temporales y que confiaba en el
pronto regreso a la normalidad. Sin embargo, todos los días, sin una razón
aparente, se añadían nuevas previsiones: se apostaron destacamentos en la
frontera oeste, aquella por la cual habían aparecido las luces; hubo nuevos
reclutamientos y la noche era recorrida por cuadrillas que registraban a los
escasos paseantes que se atrevían a retar el toque de queda.
El tiempo transcurrió lentamente. La vida
en las plazas y en los parques se redujo a un siseo que se hacía cada vez más
débil. Los rostros que se veían en las calles parecían pasados por fuego. La
gente prefería salir sólo para lo indispensable. Entonces empezó un rumor: se
decía que alguien, quizás un granjero o un guardia confinado a la frontera,
había sido testigo de nuevas luces. Esta vez, se afirmaba, eran luces más
definidas que recordaban la silueta indecisa de unas antorchas. Las medidas se
endurecieron y se habló de una guerra inminente, de un sitio para el cual todos
debían estar preparados. Se recolectaron víveres y se diseñó un plan de
defensa. Los heraldos difundían las últimas noticias y, como suele suceder, la
gente aderezó los parcos informes con los frutos de su imaginería: filas casi
infinitas de caballos montados por jinetes cuyos rostros embozados los hacían
parecer fantasmas; oscuras manos empujando canoas de bambú que dejaban una
huella imprecisa en el agua. Sin embargo, nadie conocía a un testigo directo de
los hechos, nadie de viva voz confirmaba un solo avistamiento y los temores.
El rey recorría los pasillos asesorado por nuevos consejeros que, con mirada severa, le recomendaban nuevas medidas y previéndole de gente que probablemente podría cooperar con los inminentes invasores. Comenzó a perseguir a los sospechosos. Reavivó prácticas de sultanes que habían fundado su poder en el acero y en el cadalso. Las hachas se afilaron y algunos guardias se entrenaron como improvisados verdugos. Uno de los primeros en caer fue un viejo consejero que, supuestamente, había sido sorprendido conjurando para derrocar al gobierno… En las casas, en las mezquitas y en los baños públicos se hablaba de tiempos oscuros, de una prueba que apenas comenzaba y cuya conclusión se vislumbraba terrible.
Se formó una guardia secreta que se
encargaba de recorrer las calles, confundirse entre los ciudadanos y descubrir
cualquier asomo de conjura. El miedo dividió amistades y la sospecha fragmentó
a familias enteras. Delaciones se ejercían en la penumbra, amparadas en el
bullicio de los mercados o en la soledad de un callejón ciego. Miradas se
cruzaban en el calor de las tardes buscando alguna flaqueza, alguna sospecha
suficientemente sólida como para llevar ante la autoridad a algún añejo
enemigo. Muchos perdieron sus fortunas y decenas de mujeres se arracimaban
afuera de sus casas, llorando la pérdida de un hijo o un pariente cercano.
Conforme avanzaron los días las ejecuciones aumentaron. El cadalso era
utilizado desde temprana hora. Los cadáveres eran abundantes y se derramaban en
la periferia para el solaz festín de las moscas. Hubo días en que el olor
corrupto impregnaba cada rincón del reino y permanecía flotando hasta la
madrugada perturbando a perros y a bestias de carga que, encerradas en sus
corrales, bufaban y daban coces.
Después de la disolución del consejo el
gran visir había pasado a un segundo plano y sus atribuciones eran solamente de
índole administrativa. Aprovechando su lejanía con el poder recorrió los
pasillos del palacio. Se internó por la estructura burocrática buscando
información que restañara la sangre que corría por los cada vez más abundantes
patíbulos. Quizá escuchó un comentario dicho al descuido o supuso una confesión
que sabía desde hacía mucho: los rumores sobre las luces eran creados en el
palacio y difundidos mediante una red perfectamente calculada. El miedo era una
mano cerrándose lentamente sobre el reino, asfixiando voluntades, callando
voces. En las brechas de sueño que le dejaba el insomnio se veía en un desierto
gobernado por un dios cuya misericordia tenía la consistencia de un espejismo.
Una mañana un grupo de guardias fue a la
casa del gran visir y lo llevó entre empujones al palacio. En un salón
penumbroso y, con el rey ausente, fue acusado de tener tratos con nigromantes
vinculados con las luces y con la desestabilización del reino. No se presentó
una sola prueba. Lo tomaron de las barbas y lo arrojaron al suelo. En medio de
burlas recibió puntapiés y algunas pedradas. Más tarde, sin juicio alguno y sin
la oportunidad de despedirse de sus parientes, fue colgado. Su figura
permaneció unos segundos, oscilante, como un doloroso péndulo, coronada por un
par de buitres que disputaban las mejores partes de su cuerpo. Pocos
atestiguaron la ejecución hasta el final. La plaza fue ocupada por el silencio
y una nube turbia flotó en el cielo limpio, como una imprevisible mancha de
tinta.
Surgieron algunos grupos de inconformes. Se
reunían bajo un estricto secreto. Discutieron la forma de acabar con la
pesadilla. Una noche un viejo pidió la palabra. Mientras menguaba la luz de las
velas recordó que, en tiempos pasados, el reino vecino había acudido en su
ayuda cuando una pertinaz sequía había convertido los campos en un mar de
piedras. Su voz llenó la pequeña habitación. Añadió que ese reino podría
encontrarse en dirección al oeste, por donde habían asomado las luces. Las
reuniones se sucedieron sin llegar a un plan claro: nadie se atrevía a cruzar
la frontera. No tenían armas y el apoyo de la gente se reducía a temerosas
miradas de aprobación. La situación se estancó y el plan parecía quedar en un
buen deseo cuando un general del ejército apostado en la frontera se acercó a
ellos y les dijo que los ayudaría. Reunieron a los miembros más importantes de
la conjura. Algunos temieron una trampa. Sin embargo no había muchas opciones y
los muertos se seguían acumulando tiñendo de rojo las esquinas. El general
-después de pedir la gracia del anonimato- contó que la natural corrupción del
gobierno, por la incesante búsqueda de culpables, había llegado hasta el
ejército. Había necesidad de nombres que acusar, cuerpos que colgar en la
altura de los cadalsos. Los altos oficiales pedían a sus subordinados cuotas en
especie o en brillantes monedas de oro para no acusarlos de traición. Una red
de posibles delaciones se entretejía en las ruidosas comidas, en los cambios de
guardia. Así cayeron varios oficiales y, los que habían resistido, habían
enfrentado el filo incesante del verdugo. En poco tiempo, dijo el general,
todos morirían.
Con ayuda de un pequeño destacamento fiel
al general consiguieron bastimentos y algunos caballos. También llevaron un
mapa en el que se perfilaban lóbregas colinas, secretos bosques y, tras ellos,
una extensión vaga y sin nombre cuyo color amarillo sugería una planicie casi
infinita. Antes del crepúsculo matutino salieron de sus casas. Evadieron la
vigilancia y sus pasos fueron opacados por el ruido vivo de los insectos. Las
paredes blancas recibían la sombra de varios hombres aferrados a la bendición
de sus mujeres y al recuerdo de lo que estaban dejando atrás. Superaron la
frontera del reino y se internaron por senderos apenas bosquejados en el mapa,
caminos que recorrían sólo los viajeros más audaces o mercaderes que iban de
pueblo en pueblo mostrando animales extraños conservados en frascos o hierbas
nunca vistas que prometían curar cualquier dolencia.
Transcurrieron jornadas fatigosas. Los
pasos eran más por inercia que por la convicción de llegar a algún lado.
Perdieron la cuenta de las horas y, después, de los días. Una vez agotados los
víveres consumieron hojas y raíces. El tiempo parecía detenerse: la orilla de
la luna menguante era una sonrisa alucinada. Dormían por turnos para no ser
víctimas de los animales salvajes. Los que podían dormir soñaban y en sus
sueños volvían sobre sus pasos, sus palabras eran devueltas a sus bocas y los
parpadeos se disolvían en un denso color amarillo. Una tarde alguien miró una
minuciosa formación de nubes y dijo, no con poco asombro, que habían
permanecido así durante días, como las fichas de un juego detenido. Las
respiraciones eran cada vez más pesadas. Un día llegaron a los límites de un
bosque, conforme se internaron se hizo menos denso y encontraron una vaga
familiaridad con el sendero, como el que vuelve inadvertidamente las páginas de
un libro y encuentra palabras, citas, rastros. Rezaron para que su viaje, al
fin, tuviera término. Después de superar una breve montaña vieron las visibles
fronteras de un reino y, sin querer demorar su arribo, prendieron antorchas y
descendieron por un camino pensando en el final del periplo. A lo lejos se
veían las bocanadas amarillas; a veces desaparecían entre los árboles. En el
reino algunos granjeros vieron luces que se acercaban por el oeste y dieron el
aviso a sus vecinos. Pronto la noticia se extendió por todas las ciudades y el
rey convocó a su consejo para decidir lo que harían. Los viajeros sintieron que
el sendero se alargaba y que el sol, en lugar de avanzar, regresaba a su punto
de origen. Sin saber qué tiempo habitaban comenzaron a recorrer edificios
devastados, polvo disperso. Cuando llegaron al palacio principal encontraron en
el trono el cuerpo carcomido de un rey y, entre las manos, aferrado como un
inútil sortilegio, un libro desprovisto de título y de portada color negro.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977)
-Es
autor de los libros de cuento: Ella
sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP),
Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana.
Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),
La
Habitación Amarilla por Editorial BUAP.
-Las
novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta),
Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y
Reconstrucción
Ediciones EyC.
PÉRDIDA*
Como si uno mirara un
gato y no supiera qué hacer
el vacío caminaba por
el desierto de una ciudad rota, vencida
el vacío no entraba en
las casas de la peste y de las mariposas muertas
clavadas en un álbum,
el vacío se comía cada
mañana la cosa oscura de la noche,
se llevaba la masa
sospechosa del mundo, el maullido de
las olas del mar.
El vacío
que veía las
situaciones del revés.
Cualquiera es copia
errónea de un arquetipo inconcebible, ya lo sabemos
pero el vacío
ese antiguo vacío
te ayudaba a llorar
con el agua mansa de sus ojos,
o te adelgazaba el
sueño
para que pudieras
guardarlo de una vez en tu bolsillo.
En el agujero del
mundo
era un poco de luz.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Tembladerales*
*Por Miriam
Cairo.
Hay gente a la que le ocurre todo el
tiempo: tiembla cuando hace calor. Cuando no hay qué respirar o lo que se
respira es un aire salado como las lágrimas que brotan y salpican las hojas de
un libro. Entonces, temblando de calor se lleva el cigarrillo a los labios y
espera que el hombre que está cerca se lo encienda. Agradece con un movimiento
breve de cabeza que no es tal, porque en verdad tiembla. Luego vuelve a las
páginas del libro y con un gesto rosado coloca la mano sobre la falda en forma
de camelia.
*
Hay gente a la que le pasa todo el tiempo:
ante el color rojo, tiembla. Reserva su existencia como diástole y su
inexistencia como sístole. Cae en los brazos del color como una flor vencida,
como un mínimo ser que no olvida sus cataclismos. La verdad no es esta que
digo, la verdad es el temblor y el cataclismo que finalmente queda en el cuerpo
como algo razonable, cuando en verdad es una cosa enloquecida.
*
Hay gente a la que le ocurre todo el
tiempo. Tiembla en los autos ajenos. En el auto propio no tiembla porque ya no
tiene auto propio. Hay gente a la que el auto ajeno la causa claustrofobia.
Prefiere el transporte público que se detiene en todas las esquinas y se llena
de rumores. Los autos ajenos le resultan pequeñas cárceles en las que luego hay
que agradecer al carcelario que la deja en la propia casa, al tiempo que el
carcelario estaciona el auto, baja a beber café, y la gente tiembla, tiembla,
tiembla porque la última vez que tuvo un auto propio, el carcelero vivía en la
propia casa y dormía en la propia cama, y miraba con esos ojos duros y la gente
se sentía un espanto, entonces sobrevenían temblores de la más oscura especie,
desde la médula espinal provenían, desde el fémur, desde el omóplato, desde la
nuca. Temblores de esternón y de hígado. Y la gente que ha temblado desde el
hígado no distingue bien un auto ajeno del auto propio. A la sazón, hace las
cosas mal con sus temblores. Por eso anda en transporte público. Para no
confundirse.
*
Hay gente a la que le pasa todo el tiempo:
tiembla a las once de la mañana cuando una mujer le guiña el ojo. Temblando
pasa de largo, cruza la calle, agita sus cuidados como una negligencia, ignora
el vello de su pubis, ignora el quejido que nace del esternón, pero la mente
sigue con la mujer que le guiñó el ojo. Hay gente que espera a que venga la
noche para que le borre de la memoria el temblor del ojo, pero cada frase que
dice se prolonga como un río sin palabras que desemboca en medio de su pecho
que lo mira fijamente.
*
Hay gente a la que le pasa todo el tiempo:
tiembla cuando mete la mano por debajo de la blusa y siente el corazón bordado
de nervaduras. Entonces cierra postigos, cortinas, puertas, cierra boca, alma,
piernas. Anuncia con un suspiro el movimiento eréctil de los músculos. El ojo
espejado lame el tornasol de la penumbra que se mete en los repliegues de la
noche, cuatro, piernas, calambres, poses, lluvias. Hay gente que desaparece
durante semanas en los repliegues de la noche, poses, piernas, cuatro, lluvias,
calambres, lengua.
*
Hay gente a la que le pasa todo el tiempo:
tiembla cuando lee a Bolaño. Gente enamorada de las palabras. Gente para quien
las palabras han sido sus únicos amores. Si no fuera por esa horrible manía de
existir entre una cosa y otra, hay gente que se hubiera pasado la vida en una
habitación llena de ecos, sin más que hacer que escuchar palabras y adormecerse
en los brazos de Bolaño.
*
Hay gente a la que le pasa todo el tiempo:
cuando le sonríen, tiembla. Lleva un vestido de lavandas y azucenas, debajo del
vestido lleva elásticos de seda y lleva encajes, debajo de los elásticos, dos
lavandas y una azucena. Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: camina por
la costanera y cuando le sonríen tiembla con el vestido de lavandas y azucenas,
tiembla hasta las lavandas, hasta el encaje, y lleva a su azucena al cine, la
sienta en la butaca, la hace participar en sus alegrías y le promete que luego
la llevará a comer. Después del cine, hay gente que se va a comer con su
azucena y hablan toda la noche, cada cual con sus labios, cada cual con su
temblor de lavanda y seda.
*Fuente: Rosario/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36075-2012-10-20.html
*
Qué hace esa mujer
cosiéndole un pespunte
a la nostalgia
mientras apura el año
su partida.
Qué hace esa mujer,
con qué ternura
ovilla el suave afán,
con qué secreta
violencia se sostiene
para no caer en el
fastidio de las tardes.
Es huerfanito el aire
de diciembre
y esa mujer
(vos o nosotras, es lo
mismo)
esa mujer acuna,
minuciosa,
la dulce red que
destejió su mano.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
PICA-PAO*
El pájaro carpintero es al principio un
ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos
sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas
cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida
del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es
arrancada en alarma y grito silencioso.
Las series de golpes secos son desiguales,
aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego
silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro
árbol.
Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de
las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.
Este no es el famoso pájaro loco de los
dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada
que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no
fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita
como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.
Me viene a la memoria el nombre “pica-pao”
y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me
confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que
se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi
pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.
Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación
de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro
carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa
confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar
sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en un
polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas por
el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero. El
tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol
paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente
seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento
que resurge al lado de una tapia sin revocar.
Digo tío Polo y llega desde la nada, desde
el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y
viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos
infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo,
la carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de
afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como
un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar
pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los
costados.
El olor de la madera, el olor de la cola de
carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos
techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las
esquinas.
El toc-toc-toc del pica-pao me trae de
vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de
saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la
mañana.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Las ciudades y los signos.
4*
De todos los cambios de lengua que debe
enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno igual al que le espera en la
ciudad de Ipazia, por que no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré
en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se espejaba en lagunas azules, yo
andaba entre los setos seguro de descubrir unas damas bellas y jóvenes
bañándose; pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de las
suicidas con una piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.
Me sentí defraudado y quise pedir justicia
al sultán. Subí las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas más
altas, atravesé seis patios de mayólica con surtidores. La sala del medio
estaba cerrada con rejas: los forzados, con negras cadenas al pie, izaban rocas
de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.
No me quedaba sino interrogar a los
filósofos. Entré en la gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se
derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético
de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes.
En el más remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo se me aparecieron
los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera, que no se quitaba
de los labios una pipa de opio.
- ¿Dónde está el sabio? -el fumador señaló
fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el
columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo: -Los signos
forman una lengua, pero no la que crees conocer -comprendí que debía liberarme
de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba:
sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.
Ahora, basta que oiga relinchar los
caballos y restallar las fustas para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia
tienes que entrar en las caballerizas y en los picaderos para ver a las
hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos desnudos y la caña de las
botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban
sobre montones de heno o de serrín y lo aprietan con sus duros pezones.
Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y
estímulo que la música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los
intérpretes se esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden
trinos de flautas, acordes de arpas.
Claro que también en Ipazia llegará el día
en que mi único deseo sea partir. Sé que no tendré que bajar al puerto sino
subir al pináculo más alto de la fortaleza y esperar que pase una nave por allá
arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje Sin engaño.
*De Ítalo
Calvino.
-Las ciudades invisibles.
(Santiago de las Vegas, La Habana, 15 de
octubre de 1923-Siena, 19 de septiembre de 1985)
https://es.wikipedia.org/wiki/Italo_Calvino
El
viejo de los barcos*
Cuando ya todos nos habíamos olvidado de
doblar papel, apareció el viejo. Se sentó a un costado del universo y comenzó a
plegar barcos. Los fue largando, uno a uno, para que naveguen por las estrellas
y nos recuerden la niñez.
*De Ana
María Broglio.
-A su memoria-
*
“Uno no sabe nunca lo
que resulta si las cosas cambian de repente; ¿pero sabe uno lo que resulta si
no cambian?”
* Elías
Canetti.
(Ruse, Bulgaria; 25 de julio de 1905 - Zurich,
Suiza; 14 de agosto de 1994)
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Reencuentros*
Llueve, y llueve fuerte. Afuera de la
ventanilla el horizonte esta velado por una cortina de agua.
Nos queda intentar arreglar las cosas desde
la literatura piensa el hombre.
El arquitecto Ricardo Klepka acaba de ver a
Irene entrando al vagón. Le hace señas para que se siente al lado de él. Irene
que tarda en reaccionar, pasaron casi 30 años. El pasado es otra persona, otro
mundo al que ya no pertenecemos, y eso incluye a las personas que quedaron allí
apresadas en esas capsulas congeladas.
Pero el saludo es emotivo, abrazo, besos.
Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en décadas.
¿Cómo me reconociste? –Pregunta Irene.
-Sos vos, igualita antes del tiempo, solo
te falta el cigarrillo en los labios con el humo desatando fantasmas.
-Me prohibieron el cigarrillo, pero fumo a
escondidas, es un ritual personal y no voy a renunciar mientras el cuerpo me
lleve hasta un kiosco y pueda comprar los cigarrillos por mí misma.
Ricardo recuerda esa imagen en el estudio
de arquitectura donde ambos trabajaban. La vista fija de Irene en la ventana,
como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire a la Pizarnik que descubrió cuando
la vio leyendo poesía completa con foto de Alejandra en la tapa.
Irene que le dijo con aquel libro en mano y
su infaltable cigarrillo en la boca:
“Decidí que iba a
fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio.
Veía a mi abuelo fumando solo en el patio. Esa
concentración de estatua viviente imposible de describir: ¿en qué pensaba?
Viéndolo con ese hilo
de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a descubrir mi
abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes, macizos, parecían
invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que después descubrí que
eran igualitos a los de Hindenburg.
Como los abuelos de
muchos otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario. El abuelo armaba
sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa. Empecé a fumar en la
adolescencia los negros Parisiennes, éramos minoría las mujeres que fumábamos
negros”.
En un momento se funden los recuerdos con
la palabra presente de Irene que evoca los momentos compartidos: me encantaban
esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se hablaba, se fumaba y se
tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.
Llueve mucho che, el tren parece un barco.
En este momento ya debe haber gente con el agua al cuello. –Dice Ricardo
volviendo por un instante la mirada a la ventanilla
¿Te acordás del proyecto de la casa-barco?
-Dice Irene.
-Vendría bien retomarlo, todavía tengo
cuadernos con apuntes y los planos enrollados.
De memoria: “El barco casa es una unidad
transportable, pensada para ser utilizada como vivienda en medios urbanos
manteniendo sus características de flotabilidad ante situaciones de inundación
extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio, “ni en el Delta lo
usarían”.
-Vos terminabas indignado Ricardo.
-Algunas veces los maldecía en polaco y otras
en ruso. Y si me preguntaban, les decía: consíganse traductor a mí me pagan por
proyectista.
La música funcional del tren les acerca a Serú Girán.
¿Te acordás cuando lo desafinábamos a dúo?
–dice Irene abriendo bien grandes sus ojos verdeagua.
"Si te hace falta
quien te trate con amor
Si no tenés a quien
brindar tu corazón
Si todo vuelve cuando
más lo precisas
Nos veremos otra
vez" **
La estación próxima, como un impredecible
futuro todavía quedaba lejos.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
NOS VEREMOS OTRA VEZ**
Aunque te abraces a la
luna
aunque te acuestes con
el sol.
No hay más estrellas
que las que dejes brillar
tendrá el cielo tu
color
no estés solo en esta
lluvia
no te entregues por
favor!
Si debes ser fuerte en
estos tiempos
para resistir la
decepción
y quedar abierto,
mente y alma,
yo estoy con vos.
Si te hace falta quien
te trate con amor
si no tenés a quien
brindar tu corazón
si todo vuelve cuando
más lo precisás
nos veremos otra vez.
No estés sola en esta
lluvia
no te entregues por
favor.
Si debes ser fuerte en
estos tiempos
para resistir la
decepción
y quedar abierto,
mente y alma,
yo estoy con vos.
Si te hace falta quien
te trate con amor
si no tenés a quien
brindar tu corazón
si todo vuelve cuando
más lo precisás
nos veremos otra vez.
**Autores: David Lebón, Charly García,
Pedro Aznar.
Banda: Serú
Girán. Álbum: Serú '92.
https://www.youtube.com/watch?v=k5_k3Thf-eU&t=167s
-Próxima
estación:
GOBERNADOR
UDAONDO.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
APEADERO DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
APEADERO INGENIERO RODOLFO MORENO.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
APEADERO LISANDRO OLMOS.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico
& archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

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