Ir al contenido principal

LA YAPA/25

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro. @educoiro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECUERDOS DE LISETTE *

 

En estos días cercanos a Navidad, me preguntaba

qué debe ser de Lisette, la muchacha candorosa

que trabajaba en la lavandería del hotel de Earl's Court,

en ese sótano que olía a desodorante y jabón

y que ella iluminaba con su sonrisa y sus ojos.

El mundo, la vida, eran otros para ella y sus fotonovelas

de amor. Y todo estaba perfumado, ya desde temprano,

cuando encendía las luces, luego de viajar

más de una hora, desde su barrio del sur.

"Yo sueño con conocer la Argentina", me dijo dos

o tres veces mirándome a los ojos en su inglés

suburbano. "Mi abuelo trabajó largo tiempo

en el ferrocarril y siempre me hablaba de esos años".

"¿Así de bella es la Argentina?", me preguntó mientras

me entregaba perfumados mi blue jean y mis camisas.

¿Qué debe ser de la rubia y candorosa Lisette?, pienso

a la vez que leo las noticias y veo fotos prenavideñas del mundo,

algunas plenas de luz, otras plenas de buenos deseos.

"Mi abuela siempre recordaba con tristeza

aquel tiempo de la guerra", dijo esa tarde al despedirme.

 

*De Eduardo Dalter.

 

 

 

 

 



 

 

 

CELEBRACIONES*

 

Pica

el olor del vinagre en la cocina

y la cebolla fresca en la mesada.

Pica y lloro.

Corto en rodajas suaves,

una a una,

con el filo aguzado de la dicha.

Corto serenamente.

En una olla la carne canta su ternura.

Has visto

que a fuegos lentos

todo tiende a desarmarse,

como si hubiera algo en lo paciente

que logra romper

lo imperturbable.

Sí, ya sé, 

es la vieja metáfora de la piedra y el mar,

esa constante,

pero no importa porque huele

a cocina de infancia

en la cocina

donde mi paso de adulta deja huellas

y son las manos de mis hijos las que agitan

savia y laurel.

Es bueno

saber que yo también pude desarmarme

y arrancarme de la piel los jirones de lo roto

para crecerme, suave, en la cocina

de esta casa que construyó mi mano,

donde el amor perfuma

y nunca duele.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA CLASE OBRERA NO VA AL PARAISO*

 

La clase obrera no va al paraíso

viaja apretada en las vísceras de

un trueno o peor: entre el golpe

de alas de un relámpago, suelta

de cuerpo, atrevida de rostro

o semidesnuda.

La clase obrera cose las heridas

del cielo en los talleres del tiempo

también en los telares, soñando,

según quién lo lea y dónde, según

quién lo entienda, comprendiéndolo,

ya que puede ser la bandera

personal o la patria, el norte

de cada uno, la vida entera.

Según quién lo mire. Según se vea.

Aquí o en la China la clase obrera

no va al paraíso; viaja atormentada

en las vísceras de un trueno apretada

en las vísceras de un pollo

enmudecida en el aire sin alas

que de un golpe sin sonido

se esfuma en el aire

como un relámpago se esfuma

en el aire pesado de tormenta

y desaparece

entre los viejos telares

del cielo.

 

*De Jorge Palma. jpalma@adinet.com.uy

-Poeta y narrador, Uruguay, 1961.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El túnel del tiempo*

 

Está oscuro, muy oscuro. Difícil es ver con nuestro único ojo dentro del túnel del tiempo. Sin embargo lo sentimos, es acuático. En cierto modo denso, una melaza liviana por donde nos deslizamos ayudándonos con nuestras aletas incoloras.

Muchas han sido las aventuras ocurridas durante el largo viaje.

Al principio del recorrido, encarnamos en artesanos y constructores, gigantes de horrible temperamento: fuertes, testarudos y de fieras emociones.

Posteriormente, fuimos encerrados por Urano, el dios primordial del cielo, en el tártaro. Un lugar de sufrimiento y castigo. Liberados por Crono, el primer líder de los Titanes, aquellos dioses que gobernaron durante la edad dorada. Crono nos utilizó para derrocar y castrar a Urano y luego nos regresó a la misma cárcel de tormentos.

Zeus volvió a dejarnos en libertad y en agradecimiento, le ayudamos a forjar rayos para ser usados en la guerra que, el padre de los dioses y de los hombres, mantenía con Crono y con otros Titanes.

En aquellos tiempos, nos dedicamos a la construcción de armas de guerra: Brillos, truenos y relámpagos para Zeus. Un tridente para Poseidón. El arco y las flechas de Artemisa, el casco que Hades le dio a Perseo para que luchara contra Medusa y también fuimos y somos, los encargados de producir los ruidos internos, de los volcanes en erupción.

Apolo, uno de los más polifacéticos dioses del Olimpo, pretendió, a pesar de nuestra inmortalidad, habernos exterminado.

Luego fuimos una tribu primitiva de enormes monstruos de un solo ojo, descubierta por Odiseo, el héroe de la guerra de Troya, en una isla remota identificada como Hesperia.

Aseguran que los hesperies, estábamos relacionados con los Gigantes y con una tribu fenicia surgida de las gotas de sangre que cayeron sobre la tierra cuando Urano fue castrado.

El Gigante más conocido de quien se tiene referencia, fue uno de los hijos del dios Poseidón y de la Ninfa Toosa llamado Polifemo, que perdió un ojo por culpa de Ulises. Era barbudo y tenía las orejas puntiagudas de un sátiro.

Después de dichas manifestaciones corpóreas, se perdió completamente el rastro de los cíclopes, nuestro rastro. Ninguna referencia histórica ha vuelto a mencionarnos hasta ahora. En esta etapa del viaje y a efectos de continuar el camino, hemos encarnado en tiburones albinos, obviamente cíclopes. Nuestra misión continúa viajando a través del tiempo, en este caso, por el túnel acuático de las cavidades marinas. Lo hicimos durante miles de años. Ahora nos han interrumpido. Uno de mis hermanos, fue atrapado por un pescador a los alrededores de la isla Carralvo, que se encuentra sobre las prístinas aguas del Golfo de California. Luego de asesinarlo, lo ha entregado a las garras de los investigadores humanos. Nuestro viaje se encuentra momentáneamente postergado. De todas maneras, no hemos abortado el objetivo. Aunque sin cumplir, por el momento, deberemos mantenerlo en el más absoluto secreto hasta que, el hombre, vuelva a perder rastro y regresemos al camino, dentro de la persistencia conservada por tantos siglos. Pronto llegará la orden, acabará el viaje y el mundo actual… sabrá a qué hemos venido.

 

*De Ana María Broglio.

-A su memoria-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que callamos*

  

El aprendizaje fue urgente y elemental

marcado por la herencia o el contexto:

distópico, esquivo, incómodo, irritante.

Como un pinchazo que alivia la presión

o un cerco caído por las repetidas fugas

necesarias, vitales, arteras, censurables;

valiosas al fin del día, un entrenamiento

con el fin de encontrar la grieta del muro.

Aquel vicio tan necesario para sobrevivir

al borde del abismo en el desaconsejable

y frágil equilibrio. Ese instinto que caído

adentro trituraron para reciclar los restos

de lo que fuimos. Con la dura adaptación

y el triste resultado de estados enfermos.

Indefinibles en palabras: la sospecha de

una extrañeza incomunicable, el miedo

en la sangre de ignorar algo importante,

y la mancha deshonrosa de la soledad.

El esfuerzo sobrehumano de entender

todo eso oculto y por fuera del relato,

la única excelencia que a nadie sirve.

Milenios de cadáveres enmudecidos

atragantados de verdades relativas.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Aquello

destinado a arder:

la luz, el fuego,

eso

que limitado por la sustancia

tiene un final.

¿Hay cenizas de la luz?

En mis ojos

tiembla la sombra siempre

como una premonición.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La noche mil dos*

 

 *Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 Se cuenta -pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico- que en la antigüedad del tiempo hubo un reino próspero que extendía sus límites en la profundidad meridional de Asia. Su rey era sabio y la prudencia gobernaba sus decisiones. Las nubes se extendían por las montañas y la luz del sol pulía la superficie de las casas y de las calles. Los gatos rememoraban otras tardes en la orilla de las fuentes. Las mujeres dejaban sombras que se internaban en los jardines: sus voces se enredaban en las plazas mientras la fiebre de la tarde ascendía en los edificios. Los viejos invocaban a la penumbra en sus oraciones. Durante mucho tiempo hubo paz: generaciones enteras se sucedían en un flujo ininterrumpido. Genealogías compartían una sola memoria que se remontaba a un pasado en el que la sangre se había vertido en vasijas ocres para asegurar la persistencia de las estaciones, el aliento del agua en los ríos y el negro latido en los ojos de las mujeres.

Una noche de verano, al otro lado de las montañas, avistaron luces. Desperdigadas a lo lejos parecían ojos amarillos e inmóviles. Estuvieron algunos minutos, redondas y estancadas en la oscuridad, y después desaparecieron. Nunca se había visto ninguna señal en esa zona y los reinos vecinos eran tan lejanos que era imposible observar la luminosidad que brotaba de sus casas. La noticia se extendió entre la población y, al día siguiente, el rey convocó a los sabios. En una larga mesa se ramificaba el incienso. Las barbas eran escrudiñadas, las bocas sorbían infusiones de azahar para entretener el silencio. El rey, rodeado por sus más cercanos consejeros, inició la sesión. Un sabio propuso echar los dados para saber el origen de las luces; otro dijo que las señales eran profecías y que debían interpretarse en la piel de una mujer virgen, escogida al azar en el mercado; el ultimo -el más Viejo- afirmó que todo acto, por ínfimo que sea, tiene su réplica en el universo: el movimiento de los astros dibuja, para el que sabe ver, a una escala diminuta, los gestos de cualquier hombre sobre la faz de la Tierra. Por eso habría que escudriñar el cielo en busca de inconsistencias, extrañas formaciones de nubes; incluso cambios en la migración anual de los pájaros que inundaban tejados y azoteas. Se anunció al pueblo la falta de consenso después de horas de discusión y la gente, apesadumbrada, regresó a sus casas.

Un antiguo profeta decía que la sospecha es un animal cuyos tentáculos se extienden hasta apresar el alma de los hombres y llevarlos a la locura. El reino mantuvo sus actividades diarias, sin embargo algo había cambiado en la gente: las miradas iban por lo bajo, como si hubiera signos ocultos entre las piedras. La plática antes vivaz en las plazas se había convertido en un murmullo que se apagaba con la puesta del sol. Los eruditos seguían enredados en suposiciones: quizás el número de luces o la distancia entre ellas concentraban un significado que sólo podía develarse estudiando tratados antiguos, fórmulas matemáticas, conjuros. La gente los veía deambular por las calles, con el cabello revuelto, llevando libros de gruesas tapas bajo el brazo. El rey mandó un destacamento de guerreros a los límites del reino para vigilar las montañas y dar aviso en caso de que retornaran las luces. La gente subía a lo alto de las casas pero no hubo más señales. La oscuridad era un mar tranquilo que envolvía las montañas y los valles. Las estrellas mantenían su posición en el cielo. El filo brillante de la luna seguía avivando insectos.

Transcurrieron los días. El rey trató de olvidar el incidente, sin embargo, una noche soñó que salía de sus aposentos y recorría los corredores principales del palacio. Los salones estaban desiertos. Un amplio ventanal parecía interrogarlo desde el fondo de un pasillo. El rey se acercó y miró al exterior: unas luces se movían entre las montañas. El silencio se rompió con un murmullo que creció, como si muchas voces estuvieran atrapadas en algún punto del espacio. El murmullo se convirtió en un zumbido que resonaba en las paredes. El rey caminó de regreso a sus aposentos, pero el pasillo conducía a pasajes sin salida; algunos corredores se bifurcaban y otros regresaban al punto de inicio. En su corazón tuvo la sospecha de encontrarse en las entrañas de un inmenso laberinto que, en algún momento, lo aniquilaría.

El rey despertó entre sudores. Su carácter afable desapareció y ya no sonrió en las audiencias. Cuando era requerido para resolver alguna disputa apenas atendía las razones de los demandantes. Las fiestas se suspendieron. Dejo de recorrer los jardines en las mañanas y, a veces, se encerraba en sus habitaciones hasta el crepúsculo. El cambio en sus costumbres fue notorio para todo el reino. Su rostro demacrado tenía el color de la luna llena. Circulaban rumores que acusaban al gran visir, un anciano venerable, conocedor de las artes médicas, de un envenenamiento: quizás vertía algún líquido extraño en la copa de vino que ofrecía a su señor todas las noches para derrotar al insomnio. Tal vez utilizaba su conocimiento para influir en los humores del rey y, así, manejarlo a su antojo. Otros decían que un grupo de notables conjuraba para hacerse del poder y sólo esperaba las condiciones necesarias para dar el golpe definitivo.

Las mujeres en las plazas comentaban las últimas novedades. Las jóvenes consultaban su futuro en los posos ardientes del café. Algunas bodas se aplazaron hasta tener alguna certidumbre. En el palacio el rey era acosado por muchas ideas. Había contado su sueño al gran visir y a sus principales consejeros pero ninguno logró explicar su significado. Parecía que el laberinto se volvía realidad con preguntas que no iban a ningún lado, con pensamientos que eran círculos regresando al punto de inicio. El rey empezó a creer que su tiempo se agotaba y que las luces eran los ojos de un animal que jugaba con él, como el gato que se entretiene antes de devorar a su presa. Consultó libros sagrados y profanos. En las noches paseaba por el castillo mirando los retratos de sus antecesores, una ilustre saga de valientes que habían domesticado el fuego y convertido a Alá en su único Dios. Seguía soñando que recorría los pasillos desiertos cercanos a su dormitorio. Iba de salón en salón mirando mesas de oscuro roble, consteladas con fruta dispersa, platos en el suelo y velas aún ardiendo, acometidas apenas por imperceptibles corrientes de aire. Las sillas, también dispersas, parecían haber sido abandonadas segundos antes, como los camarotes de un barco antes del inminente naufragio.

El gran visir le dijo que no había ninguna muestra de inestabilidad. Desde hacía muchos siglos se había acordado la paz con los reinos cercanos. Los campos daban cosechas abundantes y las estaciones se mantenían gracias al favor del Altísimo. Sin embargo, en las calles, la gente seguía inquieta por las luces y su sentido. El rey, obcecado, siguió con sus consultas. Una noche, sumido en las tinieblas del insomnio, fue a la gran biblioteca a seguir interrogando libros. Pasó de la anatomía de los cielos a la de los hombres; de la densa botánica al prolijo estudio de los minerales. Harto de volver las páginas, con los ojos nebulosos después de fatigar los abultados volúmenes, iba a abandonar la tarea cuando descubrió un ejemplar cuyo perfil, consumido por el tiempo, asomaba entre las patas de un sillón acosado por las termitas. Lo acercó a la luz de las velas: no había ningún título en la portada; tampoco había referencias del autor. La superficie del libro parecía latir como un corazón oscuro que acicateaba el deseo por conocer su contenido. Al abrir las tapas ascendió hasta su nariz un tenue olor a madera quemada, como si aún retuviera en sus entrañas las huellas de un lejano incendio. El rey comenzó a leer una historia que se remontaba milenios atrás, cuando su pueblo apenas se había establecido entre las montañas después de vagar por territorios devastados por la lenta fiebre del sol y por insectos que, se decía, eran capaces de devorar hombres. Recorrió un linaje antiguo del cual apenas tenía noticia; atestiguó el establecimiento de costumbres y la constitución de las primeras leyes. Pronto llegó, mientras la noche ganaba altura, la historia de un rey querido por su pueblo por su sabiduría y justicia. La narración contaba que, un día, después de la acostumbrada audiencia matutina, aparecieron luces en el cielo. El anónimo autor no detallaba la forma ni el color de éstas, sólo describía la perplejidad de los habitantes y el temor que comenzó a extenderse como una enfermedad que gangrenaba el reino. Ante la falta de una explicación plausible la gente comenzó a dudar del rey. Muchos dijeron que esas luces vaticinaban el avance de un imaginario pueblo enemigo; otros afirmaban que eran señales del fin del mundo. En todos los escenarios, incluidos los más inverosímiles, el rey aparecía como alguien incapaz de proteger a su pueblo. Pronto se habló de destituirlo y su guardia personal, fieros combatientes dispuestos a ofrendar su sangre por él, abandonó sus votos de fidelidad. La última hoja, cuya volátil caligrafía denotaba una mano apresurada, refería la muerte del rey en la plaza central de la ciudad y la destrucción del castillo a manos de una turba guiada por heresiarcas y líderes populares.

El rey guardó el libro en un baúl que escondió atrás de un armario. La amenaza ya no era una espada imaginaria pendiendo sobre su cabeza sino un escenario que, seguramente, se repetiría. Ya no confió sus pensamientos a sus sirvientes más cercanos, ni siquiera al gran visir que fingía ocuparse de sus labores, quizás esperanzado que el tiempo y la costumbre se impusieran a la zozobra. En el reino apenas se comentaba el misterio de las luces y el tema de conversación se centraba en el rey y su conducta. Algunos decían que planeaba escapar del castillo; otros afirmaban que se sometía a extraños ritos adivinatorios que, quizás, lo acercarían al conocimiento íntimo de las luces. Sin embargo nadie pudo prever lo que ocurrió días después, cuando el rey despachó heraldos en todas las ciudades y pueblos que anunciaron la disolución del consejo del reino, aquel que representaba los intereses de los gremios y los distintos grupos sociales. Ante la amenaza invisible que se cernía sobre el reino, las nuevas disposiciones incluían la prohibición de salir a las calles después del crepúsculo y la obligación de avisar a la autoridad de cualquier incipiente peligro. El rey, a través de sus emisarios, afirmaba que estas medidas eran temporales y que confiaba en el pronto regreso a la normalidad. Sin embargo, todos los días, sin una razón aparente, se añadían nuevas previsiones: se apostaron destacamentos en la frontera oeste, aquella por la cual habían aparecido las luces; hubo nuevos reclutamientos y la noche era recorrida por cuadrillas que registraban a los escasos paseantes que se atrevían a retar el toque de queda.

El tiempo transcurrió lentamente. La vida en las plazas y en los parques se redujo a un siseo que se hacía cada vez más débil. Los rostros que se veían en las calles parecían pasados por fuego. La gente prefería salir sólo para lo indispensable. Entonces empezó un rumor: se decía que alguien, quizás un granjero o un guardia confinado a la frontera, había sido testigo de nuevas luces. Esta vez, se afirmaba, eran luces más definidas que recordaban la silueta indecisa de unas antorchas. Las medidas se endurecieron y se habló de una guerra inminente, de un sitio para el cual todos debían estar preparados. Se recolectaron víveres y se diseñó un plan de defensa. Los heraldos difundían las últimas noticias y, como suele suceder, la gente aderezó los parcos informes con los frutos de su imaginería: filas casi infinitas de caballos montados por jinetes cuyos rostros embozados los hacían parecer fantasmas; oscuras manos empujando canoas de bambú que dejaban una huella imprecisa en el agua. Sin embargo, nadie conocía a un testigo directo de los hechos, nadie de viva voz confirmaba un solo avistamiento y los temores.

El rey recorría los pasillos asesorado por nuevos consejeros que, con mirada severa, le recomendaban nuevas medidas y previéndole de gente que probablemente podría cooperar con los inminentes invasores. Comenzó a perseguir a los sospechosos. Reavivó prácticas de sultanes que habían fundado su poder en el acero y en el cadalso. Las hachas se afilaron y algunos guardias se entrenaron como improvisados verdugos. Uno de los primeros en caer fue un viejo consejero que, supuestamente, había sido sorprendido conjurando para derrocar al gobierno… En las casas, en las mezquitas y en los baños públicos se hablaba de tiempos oscuros, de una prueba que apenas comenzaba y cuya conclusión se vislumbraba terrible. 

Se formó una guardia secreta que se encargaba de recorrer las calles, confundirse entre los ciudadanos y descubrir cualquier asomo de conjura. El miedo dividió amistades y la sospecha fragmentó a familias enteras. Delaciones se ejercían en la penumbra, amparadas en el bullicio de los mercados o en la soledad de un callejón ciego. Miradas se cruzaban en el calor de las tardes buscando alguna flaqueza, alguna sospecha suficientemente sólida como para llevar ante la autoridad a algún añejo enemigo. Muchos perdieron sus fortunas y decenas de mujeres se arracimaban afuera de sus casas, llorando la pérdida de un hijo o un pariente cercano. Conforme avanzaron los días las ejecuciones aumentaron. El cadalso era utilizado desde temprana hora. Los cadáveres eran abundantes y se derramaban en la periferia para el solaz festín de las moscas. Hubo días en que el olor corrupto impregnaba cada rincón del reino y permanecía flotando hasta la madrugada perturbando a perros y a bestias de carga que, encerradas en sus corrales, bufaban y daban coces.

Después de la disolución del consejo el gran visir había pasado a un segundo plano y sus atribuciones eran solamente de índole administrativa. Aprovechando su lejanía con el poder recorrió los pasillos del palacio. Se internó por la estructura burocrática buscando información que restañara la sangre que corría por los cada vez más abundantes patíbulos. Quizá escuchó un comentario dicho al descuido o supuso una confesión que sabía desde hacía mucho: los rumores sobre las luces eran creados en el palacio y difundidos mediante una red perfectamente calculada. El miedo era una mano cerrándose lentamente sobre el reino, asfixiando voluntades, callando voces. En las brechas de sueño que le dejaba el insomnio se veía en un desierto gobernado por un dios cuya misericordia tenía la consistencia de un espejismo.

Una mañana un grupo de guardias fue a la casa del gran visir y lo llevó entre empujones al palacio. En un salón penumbroso y, con el rey ausente, fue acusado de tener tratos con nigromantes vinculados con las luces y con la desestabilización del reino. No se presentó una sola prueba. Lo tomaron de las barbas y lo arrojaron al suelo. En medio de burlas recibió puntapiés y algunas pedradas. Más tarde, sin juicio alguno y sin la oportunidad de despedirse de sus parientes, fue colgado. Su figura permaneció unos segundos, oscilante, como un doloroso péndulo, coronada por un par de buitres que disputaban las mejores partes de su cuerpo. Pocos atestiguaron la ejecución hasta el final. La plaza fue ocupada por el silencio y una nube turbia flotó en el cielo limpio, como una imprevisible mancha de tinta.

Surgieron algunos grupos de inconformes. Se reunían bajo un estricto secreto. Discutieron la forma de acabar con la pesadilla. Una noche un viejo pidió la palabra. Mientras menguaba la luz de las velas recordó que, en tiempos pasados, el reino vecino había acudido en su ayuda cuando una pertinaz sequía había convertido los campos en un mar de piedras. Su voz llenó la pequeña habitación. Añadió que ese reino podría encontrarse en dirección al oeste, por donde habían asomado las luces. Las reuniones se sucedieron sin llegar a un plan claro: nadie se atrevía a cruzar la frontera. No tenían armas y el apoyo de la gente se reducía a temerosas miradas de aprobación. La situación se estancó y el plan parecía quedar en un buen deseo cuando un general del ejército apostado en la frontera se acercó a ellos y les dijo que los ayudaría. Reunieron a los miembros más importantes de la conjura. Algunos temieron una trampa. Sin embargo no había muchas opciones y los muertos se seguían acumulando tiñendo de rojo las esquinas. El general -después de pedir la gracia del anonimato- contó que la natural corrupción del gobierno, por la incesante búsqueda de culpables, había llegado hasta el ejército. Había necesidad de nombres que acusar, cuerpos que colgar en la altura de los cadalsos. Los altos oficiales pedían a sus subordinados cuotas en especie o en brillantes monedas de oro para no acusarlos de traición. Una red de posibles delaciones se entretejía en las ruidosas comidas, en los cambios de guardia. Así cayeron varios oficiales y, los que habían resistido, habían enfrentado el filo incesante del verdugo. En poco tiempo, dijo el general, todos morirían.

Con ayuda de un pequeño destacamento fiel al general consiguieron bastimentos y algunos caballos. También llevaron un mapa en el que se perfilaban lóbregas colinas, secretos bosques y, tras ellos, una extensión vaga y sin nombre cuyo color amarillo sugería una planicie casi infinita. Antes del crepúsculo matutino salieron de sus casas. Evadieron la vigilancia y sus pasos fueron opacados por el ruido vivo de los insectos. Las paredes blancas recibían la sombra de varios hombres aferrados a la bendición de sus mujeres y al recuerdo de lo que estaban dejando atrás. Superaron la frontera del reino y se internaron por senderos apenas bosquejados en el mapa, caminos que recorrían sólo los viajeros más audaces o mercaderes que iban de pueblo en pueblo mostrando animales extraños conservados en frascos o hierbas nunca vistas que prometían curar cualquier dolencia.

Transcurrieron jornadas fatigosas. Los pasos eran más por inercia que por la convicción de llegar a algún lado. Perdieron la cuenta de las horas y, después, de los días. Una vez agotados los víveres consumieron hojas y raíces. El tiempo parecía detenerse: la orilla de la luna menguante era una sonrisa alucinada. Dormían por turnos para no ser víctimas de los animales salvajes. Los que podían dormir soñaban y en sus sueños volvían sobre sus pasos, sus palabras eran devueltas a sus bocas y los parpadeos se disolvían en un denso color amarillo. Una tarde alguien miró una minuciosa formación de nubes y dijo, no con poco asombro, que habían permanecido así durante días, como las fichas de un juego detenido. Las respiraciones eran cada vez más pesadas. Un día llegaron a los límites de un bosque, conforme se internaron se hizo menos denso y encontraron una vaga familiaridad con el sendero, como el que vuelve inadvertidamente las páginas de un libro y encuentra palabras, citas, rastros. Rezaron para que su viaje, al fin, tuviera término. Después de superar una breve montaña vieron las visibles fronteras de un reino y, sin querer demorar su arribo, prendieron antorchas y descendieron por un camino pensando en el final del periplo. A lo lejos se veían las bocanadas amarillas; a veces desaparecían entre los árboles. En el reino algunos granjeros vieron luces que se acercaban por el oeste y dieron el aviso a sus vecinos. Pronto la noticia se extendió por todas las ciudades y el rey convocó a su consejo para decidir lo que harían. Los viajeros sintieron que el sendero se alargaba y que el sol, en lugar de avanzar, regresaba a su punto de origen. Sin saber qué tiempo habitaban comenzaron a recorrer edificios devastados, polvo disperso. Cuando llegaron al palacio principal encontraron en el trono el cuerpo carcomido de un rey y, entre las manos, aferrado como un inútil sortilegio, un libro desprovisto de título y de portada color negro.

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),

 La Habitación Amarilla por Editorial BUAP.

-Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

 Reconstrucción Ediciones EyC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PÉRDIDA*

 

 

Como si uno mirara un gato y no supiera qué hacer

el vacío caminaba por el desierto de una ciudad rota, vencida

el vacío no entraba en las casas de la peste y de las mariposas muertas

clavadas en un álbum,

el vacío se comía cada mañana la cosa oscura de la noche,

se llevaba la masa sospechosa del mundo, el maullido de

las olas del mar.

El vacío

que veía las situaciones del revés.

Cualquiera es copia errónea de un arquetipo inconcebible, ya lo sabemos

pero el vacío

ese antiguo vacío

te ayudaba a llorar con el agua mansa de sus ojos,

o te adelgazaba el sueño

para que pudieras guardarlo de una vez en tu bolsillo.

En el agujero del mundo

era un poco de luz.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tembladerales*

 

 

*Por Miriam Cairo.

 

Hay gente a la que le ocurre todo el tiempo: tiembla cuando hace calor. Cuando no hay qué respirar o lo que se respira es un aire salado como las lágrimas que brotan y salpican las hojas de un libro. Entonces, temblando de calor se lleva el cigarrillo a los labios y espera que el hombre que está cerca se lo encienda. Agradece con un movimiento breve de cabeza que no es tal, porque en verdad tiembla. Luego vuelve a las páginas del libro y con un gesto rosado coloca la mano sobre la falda en forma de camelia.

 

 

*

 

Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: ante el color rojo, tiembla. Reserva su existencia como diástole y su inexistencia como sístole. Cae en los brazos del color como una flor vencida, como un mínimo ser que no olvida sus cataclismos. La verdad no es esta que digo, la verdad es el temblor y el cataclismo que finalmente queda en el cuerpo como algo razonable, cuando en verdad es una cosa enloquecida.

 

*

 

Hay gente a la que le ocurre todo el tiempo. Tiembla en los autos ajenos. En el auto propio no tiembla porque ya no tiene auto propio. Hay gente a la que el auto ajeno la causa claustrofobia. Prefiere el transporte público que se detiene en todas las esquinas y se llena de rumores. Los autos ajenos le resultan pequeñas cárceles en las que luego hay que agradecer al carcelario que la deja en la propia casa, al tiempo que el carcelario estaciona el auto, baja a beber café, y la gente tiembla, tiembla, tiembla porque la última vez que tuvo un auto propio, el carcelero vivía en la propia casa y dormía en la propia cama, y miraba con esos ojos duros y la gente se sentía un espanto, entonces sobrevenían temblores de la más oscura especie, desde la médula espinal provenían, desde el fémur, desde el omóplato, desde la nuca. Temblores de esternón y de hígado. Y la gente que ha temblado desde el hígado no distingue bien un auto ajeno del auto propio. A la sazón, hace las cosas mal con sus temblores. Por eso anda en transporte público. Para no confundirse.

 

 

*

 

Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: tiembla a las once de la mañana cuando una mujer le guiña el ojo. Temblando pasa de largo, cruza la calle, agita sus cuidados como una negligencia, ignora el vello de su pubis, ignora el quejido que nace del esternón, pero la mente sigue con la mujer que le guiñó el ojo. Hay gente que espera a que venga la noche para que le borre de la memoria el temblor del ojo, pero cada frase que dice se prolonga como un río sin palabras que desemboca en medio de su pecho que lo mira fijamente.

 

 

*

 

Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: tiembla cuando mete la mano por debajo de la blusa y siente el corazón bordado de nervaduras. Entonces cierra postigos, cortinas, puertas, cierra boca, alma, piernas. Anuncia con un suspiro el movimiento eréctil de los músculos. El ojo espejado lame el tornasol de la penumbra que se mete en los repliegues de la noche, cuatro, piernas, calambres, poses, lluvias. Hay gente que desaparece durante semanas en los repliegues de la noche, poses, piernas, cuatro, lluvias, calambres, lengua.

 

 

*

 

Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: tiembla cuando lee a Bolaño. Gente enamorada de las palabras. Gente para quien las palabras han sido sus únicos amores. Si no fuera por esa horrible manía de existir entre una cosa y otra, hay gente que se hubiera pasado la vida en una habitación llena de ecos, sin más que hacer que escuchar palabras y adormecerse en los brazos de Bolaño.

 

 

*

 

Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: cuando le sonríen, tiembla. Lleva un vestido de lavandas y azucenas, debajo del vestido lleva elásticos de seda y lleva encajes, debajo de los elásticos, dos lavandas y una azucena. Hay gente a la que le pasa todo el tiempo: camina por la costanera y cuando le sonríen tiembla con el vestido de lavandas y azucenas, tiembla hasta las lavandas, hasta el encaje, y lleva a su azucena al cine, la sienta en la butaca, la hace participar en sus alegrías y le promete que luego la llevará a comer. Después del cine, hay gente que se va a comer con su azucena y hablan toda la noche, cada cual con sus labios, cada cual con su temblor de lavanda y seda.

 

*Fuente: Rosario/12

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36075-2012-10-20.html

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Qué hace esa mujer

cosiéndole un pespunte a la nostalgia

mientras apura el año su partida.

Qué hace esa mujer,

con qué ternura

ovilla el suave afán,

con qué secreta violencia se sostiene

para no caer en el fastidio de las tardes.

Es huerfanito el aire de diciembre

y esa mujer

(vos o nosotras, es lo mismo)

esa mujer acuna, minuciosa,

la dulce red que destejió su mano.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PICA-PAO*

 

 

El pájaro carpintero es al principio un ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es arrancada en alarma y grito silencioso.

Las series de golpes secos son desiguales, aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro árbol.

Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.

Este no es el famoso pájaro loco de los dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.

Me viene a la memoria el nombre “pica-pao” y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.

Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en un polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas por el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero. El tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento que resurge al lado de una tapia sin revocar.

Digo tío Polo y llega desde la nada, desde el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo, la carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los costados.

El olor de la madera, el olor de la cola de carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las esquinas.

El toc-toc-toc del pica-pao me trae de vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la mañana.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las ciudades y los signos. 4*

 

De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno igual al que le espera en la ciudad de Ipazia, por que no se refiere a las palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se espejaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir unas damas bellas y jóvenes bañándose; pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos de las suicidas con una piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.

Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de pórfido del palacio de las cúpulas más altas, atravesé seis patios de mayólica con surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados, con negras cadenas al pie, izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.

No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entré en la gran biblioteca, me perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino, seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores, escalerillas y puentes. En el más remoto gabinete de los papiros, en una nube de humo se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera, que no se quitaba de los labios una pipa de opio.

- ¿Dónde está el sabio? -el fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo: -Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer -comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.

Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de serrín y lo aprietan con sus duros pezones.

Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.

Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo sea partir. Sé que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo más alto de la fortaleza y esperar que pase una nave por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje Sin engaño.

 

 

*De Ítalo Calvino.

-Las ciudades invisibles.

(Santiago de las Vegas, La Habana, 15 de octubre de 1923-Siena, 19 de septiembre de 1985)

https://es.wikipedia.org/wiki/Italo_Calvino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El viejo de los barcos*

 

Cuando ya todos nos habíamos olvidado de doblar papel, apareció el viejo. Se sentó a un costado del universo y comenzó a plegar barcos. Los fue largando, uno a uno, para que naveguen por las estrellas y nos recuerden la niñez.

 

*De Ana María Broglio.

-A su memoria-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

“Uno no sabe nunca lo que resulta si las cosas cambian de repente; ¿pero sabe uno lo que resulta si no cambian?”

 

* Elías Canetti.

 (Ruse, Bulgaria; 25 de julio de 1905 - Zurich, Suiza; 14 de agosto de 1994)

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Reencuentros*

 

 

Llueve, y llueve fuerte. Afuera de la ventanilla el horizonte esta velado por una cortina de agua.

Nos queda intentar arreglar las cosas desde la literatura piensa el hombre.

El arquitecto Ricardo Klepka acaba de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que se siente al lado de él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron casi 30 años. El pasado es otra persona, otro mundo al que ya no pertenecemos, y eso incluye a las personas que quedaron allí apresadas en esas capsulas congeladas.

Pero el saludo es emotivo, abrazo, besos. Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en décadas.

¿Cómo me reconociste? –Pregunta Irene.

-Sos vos, igualita antes del tiempo, solo te falta el cigarrillo en los labios con el humo desatando fantasmas.

-Me prohibieron el cigarrillo, pero fumo a escondidas, es un ritual personal y no voy a renunciar mientras el cuerpo me lleve hasta un kiosco y pueda comprar los cigarrillos por mí misma.

Ricardo recuerda esa imagen en el estudio de arquitectura donde ambos trabajaban. La vista fija de Irene en la ventana, como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire a la Pizarnik que descubrió cuando la vio leyendo poesía completa con foto de Alejandra en la tapa.

Irene que le dijo con aquel libro en mano y su infaltable cigarrillo en la boca:

“Decidí que iba a fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio.

 Veía a mi abuelo fumando solo en el patio. Esa concentración de estatua viviente imposible de describir: ¿en qué pensaba?

Viéndolo con ese hilo de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a descubrir mi abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes, macizos, parecían invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que después descubrí que eran igualitos a los de Hindenburg.

Como los abuelos de muchos otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario. El abuelo armaba sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa. Empecé a fumar en la adolescencia los negros Parisiennes, éramos minoría las mujeres que fumábamos negros”.

En un momento se funden los recuerdos con la palabra presente de Irene que evoca los momentos compartidos: me encantaban esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se hablaba, se fumaba y se tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.

Llueve mucho che, el tren parece un barco. En este momento ya debe haber gente con el agua al cuello. –Dice Ricardo volviendo por un instante la mirada a la ventanilla

¿Te acordás del proyecto de la casa-barco? -Dice Irene.

-Vendría bien retomarlo, todavía tengo cuadernos con apuntes y los planos enrollados.

De memoria: “El barco casa es una unidad transportable, pensada para ser utilizada como vivienda en medios urbanos manteniendo sus características de flotabilidad ante situaciones de inundación extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio, “ni en el Delta lo usarían”.

-Vos terminabas indignado Ricardo.

-Algunas veces los maldecía en polaco y otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía: consíganse traductor a mí me pagan por proyectista.

La música funcional del tren les acerca a Serú Girán.

¿Te acordás cuando lo desafinábamos a dúo? –dice Irene abriendo bien grandes sus ojos verdeagua.

 

"Si te hace falta quien te trate con amor

Si no tenés a quien brindar tu corazón

Si todo vuelve cuando más lo precisas

Nos veremos otra vez" **

 

La estación próxima, como un impredecible futuro todavía quedaba lejos.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

NOS VEREMOS OTRA VEZ**

 

Aunque te abraces a la luna

aunque te acuestes con el sol.

No hay más estrellas que las que dejes brillar

tendrá el cielo tu color

no estés solo en esta lluvia

no te entregues por favor!

Si debes ser fuerte en estos tiempos

para resistir la decepción

y quedar abierto, mente y alma,

yo estoy con vos.

Si te hace falta quien te trate con amor

si no tenés a quien brindar tu corazón

si todo vuelve cuando más lo precisás

nos veremos otra vez.

No estés sola en esta lluvia

no te entregues por favor.

Si debes ser fuerte en estos tiempos

para resistir la decepción

y quedar abierto, mente y alma,

yo estoy con vos.

Si te hace falta quien te trate con amor

si no tenés a quien brindar tu corazón

si todo vuelve cuando más lo precisás

nos veremos otra vez.

 

**Autores: David Lebón, Charly García, Pedro Aznar.

Banda: Serú Girán. Álbum: Serú '92.

https://www.youtube.com/watch?v=k5_k3Thf-eU&t=167s

 

 

 

 

 

-Próxima estación:

 

GOBERNADOR UDAONDO.  

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

APEADERO DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

APEADERO INGENIERO RODOLFO MORENO.   

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

APEADERO LISANDRO OLMOS.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

¿EL CORAZÓN NO APRENDE?

  *Dibujo de Erika Kuhn . https://obraerikakuhn.blogspot.com/             *   Se oye tu corazón desde la calle. / El lugar está lleno de gente, y/ se oye tu corazón desde la calle. / ¿El corazón no aprende? / Te dijeron que él venía, / y el vacío que dejó tu lágrima/ se interrumpió como si fuese un cielo/ al que lo cruzan los pájaros/ o el agua.   *De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com   -Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana" , Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa" , Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen" , Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina , Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo...

DONDE BRILLAN LAS HADAS EN INVIERNO.

  *Dibujo de Erika Kuhn . https://obraerikakuhn.blogspot.com/                         El diablo en la botella*   Es tu mente, tu cabeza, Aladino, la que debe ir adelante, provocando la disolución de las rocas, la liviandad del aire, porque toda la Obra es obra de la mente, no del frotamiento, no del clamor del deseo, de uno o tres deseos que serán concedidos a cambio de qué te deshagas a tiempo de la lámpara de aceite, pues toda botella encierra un diablo. Pídele dos, no tres, y deshazte de ella, pero sobre todo, ejercita tu mente en el deseo, no el deseo en tu mente, que la carcome a costa de su satisfacción.   -Y será lo mismo, niño mío, todo artefacto es del diablo y toda obra de la imaginación es artefacto y la pureza del espíritu ha sido perdida y nada hay que nuestro dominio no abarque: palacios, hangares, ciénagas, caminos. Aquellas bruj...

EDICIÓN ENERO 2025

  *Dibujo de Erika Kuhn . https://obraerikakuhn.blogspot.com/                 *   Sobre Final del Juego.  Final del juego (1956)  Julio Cortázar       Metal hexagonal    Cómo olvidar el aire de aquellas tardes  la piel nácar bajo el halo rosado del velo.  El recuerdo fundido a la mica y el feldespato.  Había que verla subir  al talud del ferrocarril.  Venus del Nilo  Piedad  Desengaño  Mi bailarina de Brahms  Princesa oriental.  Enigma de sauce bajo la tarde.  Has sido Amor y Adiós, Leticia.  Todos estos años versaron  sobre la huida / de mis ojos/ hacia un río inmóvil.   *De Adriana Sáliche . salichead@gmail.com * Desde Julio Cortázar hacia mí: Transmigración y ósmosis . -Editorial Municipal Chivilcoy. (2024)             ...