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EL INVENTOR

Esto tenía que ser el resultado de la lluvia y de mi trabajo itinerante por zonas del Gran Buenos aires. Sólo la casualidad que me hizo elegir el bar de la esquina, el más viejo y de aspecto ruinoso entre los que había a la vista al momento del chaparrón.
A decir verdad, no fue tan casual, me encantan los bares viejos con esos fantasmas que uno puede ver haciendo siluetas en el humo de esos cigarrillos que se dejan quemar sin la insistencia de una pitada tras otra.
Busqué una mesa con ventana para ver a la gente que pasa bajo la lluvia. Pedí un cortado y un sanguche a un mozo que podría ser el fundador del bar, pero no, ese hombre viejo no podía tener más de 100 años.
La lluvia golpeando con furia el vidrio. Hilitos de agua inundaban el piso, enseguida vi mis zapatillas gastadas chapoteando en agua.
Me levanté entonces resignando la ventana y busqué una mesa del lado de la pared ciega.
Y allí, justo arriba de esa mesa doble, solo equipada de un cenicero de lata con la marca "Cinzano" grabada. Estaba la placa de bronce y las fotos.
En la placa se leía: En esta mesa se sentaba Slawek Klepka. Un hombre de bien. Un inventor.
Tus amigos. Noviembre de 1997.

Y la foto donde el hombre -altísimo por cierto- posaba con sus viejos amigos y un invento cuya utilidad no pude discernir. Más tarde le pregunte al mozo: -Es una moledora de café a cuerda- estuvo unos años, después la hija del inventor la vino a pedir, estaba reuniendo los inventos para hacer un museo en su casa.
Y era el mismo, el mismo hombre que compartió habitación con mi padre cuando lo habían operado de hernia. Y apareció el recuerdo de aquella larga noche. Al inventor lo cuidaba su única hija.
Mi padre estaba saliendo de la anestesia, mi tarea consistía en que no intentara levantarse y se cayera de la cama. Ni siquiera le habían puesto un suero.
Pero la mujer necesitaba contarle a alguien quien era, o más bien quien había sido su padre.
-Se esta muriendo. -Me dijo respondiendo a una mirada mía que la invito a hablar.
Ese hombre gigante que estaba casi sentado en la cama y que por momentos llamaba a su hija y luego entraba en un sopor y luego volvía una y otra vez a hablar en un idioma que yo jamás había oído.
Era una letanía. Parecía - luego su hija lo confirmo- una misma frase dicha una y otra vez.
Esta hablando en Polaco. -Me dijo.
Después sin que yo la pudiera ayudar con alguna pregunta, comenzó a relatarme cosas que había olvidado y que con enorme dificultad pude sacar del abismo. El hombre había sido artillero durante la segunda guerra mundial. Condecorado por su ingenio para reparar armas y cualquier engendro mecánico que estuviera a su alcance. Luego de la guerra el hombre preparo su maleta y se vino a la Argentina.
Entro a trabajar en una fábrica y más adelante en otra. Conoció a su mujer, se caso y de esa unión había nacido ella a quien ahora le tocaba acompañarlo en su despedida.
Hasta la jubilación había sido el mecánico de la fábrica, el que resolvía casi todo. No solo trabajaba de lunes a sábado sino los domingos cuando hacía extras y lo esperaban hasta media tarde para almorzar en familia.
No sólo trabajaba en la fábrica, como mi padre cuando llegaba a su casa seguía trabajando.
El hombre tenía un taller en su casa donde reparaba motos y cuando no tenía trabajo con las motos armaba sus invenciones. Su última creación había sido un triciclo motor con sidecar que le permitía viajar por el barrio superando el menor equilibrio que tenia por su edad. Y que su nieto lo lleve a dar una vuelta o lo acompañe a hacer las compras.

Sus invenciones tenían un eje: el hombre odiaba a las pilas por contaminantes y desconfiaba de la electricidad como fuente de casi todos los equipamientos domésticos, así que él quería que los artefactos funcionaran con un complejo sistema de engranajes y a cuerda -al menos esa es la idea rudimentaria que entendí en su momento-.
En aquella larga noche, en un momento me atrevía a preguntar que quería decir en su lengua madre.
-Esta llamando. Pide que lo vengan a buscar. -Me contestó la mujer.
Recordé que le pedí que anotará en uno de los cuadernos que viajan conmigo la frase escrita en polaco.


Cuando volví a casa después de concluir mi trabajo de esa jornada, revolví estantes hasta que encontré el cuaderno con su fecha escrita en la tapa: septiembre/octubre del 97. Y ahí estaba, casi imposible de reproducir con la tipografía disponible en el teclado: "WRÓZKA SZCZESCIA" pero la Z de WRÓZKA tenía un puntito como el que lleva la "i"; y en SZCZESCIA la "E" tiene una colita que serpentea hacia el renglón de abajo, y sobre la última "S" hay un acento que la máquina no me acepta.
Más abajo dice con mi letra "en polaco no hay artículos".
No mucho más quedo de aquella noche.

Quizá no fue tan casual que las cosas ocurrieran del modo que se dieron para que el recuerdo se reactivara justo en esa semana en que mi padre hubiera cumplido 87 años.
Cuando ese titán de Don Slawek Klepka se despedía, mi padre tenía por delante casi 4 años que fueron difíciles. Mi viejo murió con la esperanza de caminar, quizá todavía soñaba con volver a ver Paterno Di Lucania su pueblo de Italia.

Una y otra vez puedo escuchar ahora a ese hombre diciendo su letanía entre gemidos.

Recuerdo cuando la luz del amanecer se filtraba por las persianas, y con la voz cortada en angustia la mujer se animo a traducir a su padre para que lo supiera, e inesperadamente alguna vez lo pudiera escribir:

-Quiere que lo vengan a buscar. No la muerte, sino La "WRÓZKA SZCZESCIA".

"El Hada de la Felicidad"

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