-Antiguo
galpón de locomotoras en José Ramón
Sojo.
-Foto
gentileza de Javier Pintos. “De
Pueblo en Pueblo” https://www.facebook.com/DEPUEBLOENPUEBLO/?fref=photo
La foto de
los galpones sin techo, donde se guardaban las
locomotoras.
Fotografía de
la remota época donde el humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas
se llevaban de la mano. Como su padre que lo llevaba de la mano con el
cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo de
trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el
hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza
de lucha que parecía imposible de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En
ese día que era el del cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la
sociedad del humo, donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan
visible como el hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa
para seguir con su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al
tren con destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que
quiere reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso
entonces imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos
hombres como su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo,
con cardos y pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias
negras de panza de fuego que vio pasar en su
infancia.
Como
cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al desencanto. Teme
que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que lo motiva ni
siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos equivocados, y una edad
en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes ocurrió, todos los días a
deseos posibles.
Él sabe que
los días de lluvia son sus días libres, para viajar o para intentar alguna
aventura como la de aquel día, visitar un galpón abandonado en un lugar donde
años antes de la vuelta del tren sólo había campos, "población rural dispersa"
según leyó en el último censo.
Al menos,
aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la
tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos encontrar un bar en la
estación para hacer notas en su cuaderno de
andanzas.
El tren y el
viaje son un modo de suspender algo y entregarse al azar del
destino.
Hay cosas muy
locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la pintada que ve al bajar del tren
con mirada de recién llegado:
"No
dejes que tu vida la maneje un robot. dijo Karel Čapek"
Decidió bajar
del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén devastado por una vejez que
no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el
hombre siguió caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el
pastizal.
“Estos tipos
al menos podrían haber construido una vereda desde la estación”, pensó, “o
quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que si
hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde
iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera
seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para
tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún
título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos nunca los
logra)
Al final del
sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada con grandes carteles, y
una garita donde una especie de portero o vigilante le hace señas de que pase,
que vaya hacia el interior, que las visitas son
bienvenidas.
Ojalá fuera
un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un templo de alguna forma de
esas modernas religiones que intentan reemplazar a las
antiguas.
Hay una
consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se prende y apaga en
múltiples lucecitas de colores como las de los
bingos:
"NUESTRO DIOS
NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo,
en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son
bienvenidos"
En la gran
nave silenciosa ve un pastor electrónico parado detrás de un atril, con un
dispositivo para comenzar en el momento justo en que ingresen fieles. El buen
robot de aspecto humanoide comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su
presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera
por la curiosidad de observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de
realidad virtual para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos
también se despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para
elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La
misión universal del señor.
Sanación
angelical.
Oraciones
a los 7 arcángeles.
(Y otros a
los que el hombre elige negarles el acento de una
mirada)
En un
lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un cartel que
advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del
templo.
Ahora si
siente, sin tener claro un por qué, cómo se derrumba en su interior la edad del
humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas, desaparece el hollín, se
precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la boca de
su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de este lugar que nunca más
tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de la época en que el hombre
nació y creció.
**
Lo único
humano era el portero de la entrada grande que saludaba en su garita, y ese
hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le pregunte, le dice que
el pastor emprendedor que construyó el templo con un dinero llegado desde otro
país vive en Saladillo. Los fieles vienen de todas partes, dice, pero hay
horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet.
Sin que el
visitante lo pida, el portero despliega en su ordenador portátil una grilla de
horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre pude leer:
-Reunión de casos imposibles: Todos los sábados a las
18 horas.
Ahora el
hombre puede levantar la mirada y terminar de aceptar lo que leyó en el gran
cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón de locomotoras
devenido en iglesia robótica: "Pare de
sufrir en José Ramón Sojo"
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