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10 AÑOS

Darío Santillán Y Maximiliano Kosteki.








Junio 2002





Ellos son dos sombras largas de atardecer, siluetas recortadas a contra luz en el final del anden. Sus rostros caen en sombras ante la oscuridad que sube, implacable, desde el este.

Pero, allí en el último resplandor oro encajado entre las vías que fugan son seres de ilusión, en ese momento pueden darse la mano fuerte, el abrazo fuerte, darse el alma sin que ninguna estampida, ningún terror disuelva lo humanamente dado.

Allí van y vienen las cosas en hamacas del tiempo, van y vuelven, parecen tocar el cielo, irse definitivamente, pero retornan una y otra vez....

Ahí esta el Estado fabricando mártires, el poder plantando policías como alambrados de púas.

Se escucha una frase recortada en el aire desde el bar:

-Tengo que ir a trabajar y no me dejan - grita un señor por la radio 10.

Hay que ir, aunque el tiempo se detenga en el lugar menos pensado, en el momento menos deseado. Como la muerte atravesando el umbral símbolo de una estación.

¿Que se detiene en las calles?

Los autos, su combustión sin velocidad, las gentes en su tiempo siempre urgente de llegar a algún lado, sin tropiezos, sin acontecimientos que fuercen un destino diferente.

Acordonar, no dejar pasar.

También ser alguien y hacerse ver y oír.

Pero el Estado ausente para la miseria quiere la libertad de las calles.

Liquidez sin piquetes desde la casa al surtidor al banco a la oficina a la novia al infinito....

Por allí, cerquita al puente, estaban las fabricas, que producían identidad como objeto invisible.

Ahora están los Shopping, otra geografía social que no contiene obreros ni producción. La fábrica que dejo el abismo, apenas reemplazado con dignidad, economía de subsistencia y desesperación.

¿Quien empujo a los barrios a cortar las rutas, las mercancías, las transacciones, las vidas privadas de los que pueden viajar pagando su nafta?



*



No hay nada más inútil que el acto de pura brutalidad que disuelve la solidaridad con perdigonadas de terror, nada más demostrativo de la impotencia de cinco minutos antes y cinco minutos después de...

Mucho, pero mucho de la vida cotidiana esta influido por estos actos de fuerza que encubren impotencia, indiferencia, la quietud de ocio del recaudador, la tranquilidad cómplice del que cobra por ignorar ilegalidades.

Pero, allí en la calle, a la vera de las estaciones hay que demostrar que al menos para el terror existe el Estado.

Es previsible que allí se confirmen odios preexistentes. "a estos negros hay que matarlos a todos". Escudos humanos, del otro lado están los especialistas en aparentar el orden, que amurallan con piquete legal cualquier protesta.

Morir en el hall de una estación de ferrocarril, la metáfora perfecta de un país en pérdida, morir a balazos por un agente del mismo Estado, que en un mal uso de su poder colectivo cerro miles de kilómetros de vías, estaciones de pequeños pueblos y mato pueblos enteros.

Ahora las imágenes del terror viajan por los aires, intangibles y se multiplican en pantallas y terminales.

Pero, que digo... no es ninguna metáfora: es la llaga real y presente de un

país que abandono sus sueños en ese lugar, quietos como esos puentes de oxido.

-De arriba viene bajando el saqueo- Gritan esos muchachos que veo correr entre el humo de los gases.

Si, el saqueo viene bajando a las calles de la mano de la antigua y reciclada impunidad.

Por los barrios como los de Darío y Maximiliano esta la muralla de los precios, infranqueable piquete sin calle, puente destruido para siempre entre unos y otros.

Paredes invisibles, rehenes que toman rehenes, ¿hay un afuera?, por el hambre o el miedo solo se ven rejas de sombra y tristezas calle por calle, paso por paso acechado.

No hay que caminar demasiado desde cualquier estación real para ver efectos implacables de la devastación como política perenne. Se percibe en la piel que no es bello caminar, ni cruzarse con alguien al caminar, son días grises de gente triste que esta encerrada en su tristeza, para la cual

el afuera es una amenaza imprecisa, un golpe de pánico que golpea la puerta.

Ciudades atrincheradas, puentes levantados o acordonados, paredes para no ver ni oír. Perros y alarmas.

Allí comprendo, definitivamente que el terror y la exclusión son el verdadero y permanente piquete que no nos deja circular en una misma sociedad, nos hace caminar sin ver al otro, solo su amenaza latente, ahí vamos con los poros cerrados, los ojos impermeables, el alma en una caja cerrada.

La casa con llaves y las llaves arrojadas para siempre.

Entonces, comprendo que podemos estar perdidos, que cualquier pequeña y certera alegría puede ser efímera, si no podemos ver nada nuevo, si no hay otro ser -humanamente igual- después de la puerta, afuera del auto, deteniendo el tránsito.







Junio 2012





Un señor se asoma a la terraza de su propiedad. Desde allí puede ver más allá de los límites de su barrio privado. Hay una muralla alta de ladrillo coronada con una alambrada helicoidal de filosas cuchillas. A unos 200 metros del afuera se ven trabajadores pobres que arman casillas de madera, levantan paredes

a las apuradas para techar rápido. "Se nos vienen", piensa en ese momento y puede que lo repita

con vecinos que vea en el club house, Esos pobres -él los puede llamar "negros"- bien pronto han delimitado dos canchas de futbol. Son pobres pero tienen plata para comprarse camisetas y zapatillas

-dirá entre guiños de complicidad con otros iguales del barrio, profesionales o nuevos ricos generados por la política.

Al costado de la cancha hacen fueguito con maderitas y carbón. Preparan asado y choripan para el después del partido.

Este hombre que no puede ver más allá de sus narices es probable que tenga olfato para ese olor inconfundible traído en la brisa que sopla desde el sur.

Para el aroma del asado no hay barreras sociales efectivas.



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