El era uno de
los tomadores de mate que aparecían cualquier día a la hora señalada: 17. 00
horas, ni antes al costo de interrumpir la siesta sagrada de mis suegros. ni
mucho después cuando los ánimos como el mate se lavaban inevitablemente. Era el
flaco Corwin, como todos le llamaban. Un vecino del barrio cuya amistad con Don
Fernando se limitaba a una hora de visita en la hora del mate. Era un misterio el
hombre. Un hombre tempranamente envejecido que no llegaba a los 70 años pero si
los aparentaba. Flaco, flaquísimo, la espalda encorvada. La mirada algo torcida
con ojos claros muy hundidos en el rostro. lo cierto es que el flaco estaba
absolutamente solo en el mundo, sin familia, ni mujer ni nadie que se ocupe ni
le de sentido a su existencia.
Entonces el
flaco aplicaba -según sus propias palabras- la política de parches a la soledad,
que significaba que en diferentes casas del barrio lo bancaran un rato en la
semana.
El flaco se
reía como un niño al recordar los nombres de sus gatos de la infancia:
Mussolini, Hitler y Stalin, incluso tenía un perro "el mariscal Rommel" que
convivía pacíficamente con los gatos. Corwin acompañaba las charlas de la hora
del mate con frases absurdas o desopilantes que muchas veces no tenían relación
evidente con lo que se hablaba en ese momento. Yo grababa mentalmente algunas y
luego las transcribía en mis cuadernos de ramos generales donde convivían
frases, con detalles de gastos y tareas previstas para la
semana.
Me preguntaba
que hacia allí a esa hora escuchando a dos o más viejos para los que el mundo se
había detenido hace rato. Me lo preguntaba y no tenia respuesta salvo por Rita
-mi ex mujer- la hija de Fernando y Clelia su mujer Pintora. Lo cierto es que
cuando llegábamos de visita, Rita me dejaba sentado en la mesa de la cocina a
punto de tomar mate y a los pocos minutos se iba. Volvía bastante después de la
hora del mate, a veces con bolsas que revelaban compras y a veces sin nada.
Rita era -y es- un enigma para mí, salvo por el hecho de que yo quería una mujer
rubia y de ojos celestes y ella cumplía con creces la condición. Era tan
hermética como su madre a la que recuerdo siempre ida de todo y todos. Pasando
horas a unos pocos metros de la mesa de la cocina, en el living con esos
ventanales siempre estaban abiertos al norte y al paso de la luz solar. Allí
ella ejercía el silencio, y la pintura con música clásica de fondo. Ignoraba o
fingía ignorar las conversaciones que se desprendían de la
mesa.
Lo cierto es
que me convertí en testigo involuntario de muchas frases condenadas a caer en la
nada.
Mi suegro y
el flaco compartían un profundo escepticismo sobre la condición humana, sus
conversaciones iban y venían flotando sobre la idea básica de la decadencia
irremediable de los valores necesarios para la convivencia
social.
Eran
Discepolianos, veían un mundo de lodo donde todos debían embarrarse para
sobrevivir. Un mundo cambalache casi copiado literalmente de la letra del
tango.
"El hombre
con la mujer es como un perro con el hueso, cuando mas revolcadas tiene, más le
gusta" decía Don Fernando. Y me miraba como si yo tuviera que darme como aludido
por las idas y vueltas de la relación con su hija.
Rita es
Psicóloga. No había con ella posibilidad de discusiones abiertas, ella cerraba
todos los caminos con interpretaciones y silencios. Su frase preferida que
clausuraba todo era "Esa es la sabiduría de lo
inconsciente".
A mí me
parecían más interesantes las frases del pobre flaco Corwin. En ellas mostraba
su absoluta desesperanza con el mundo. Su renuncia a entender sus reglas, a
aceptarlo en lo más mínimo. Decir "no existe la felicidad ni nada que se le
aparente", era su manera de reconocer su antigua
derrota.
Su
obstinación por definir las cosas en códigos propios que solo los entendidos
podían descifrar, por ejemplo: "Los puros (por putos) de espíritu" era su manera
invariable de definir a los políticos.
Nada tenía
sentido, ni superficial ni oculto. Nada podía conmover su radical desilusión.
Había clausurado cualquier esperanza sobre la humanidad. Él -al igual que mi
suegro- solo creía en la fidelidad de su mascota.
Nunca pude
saber como se llamaba el gato que vivía en la casa de Corwin, lo llamaba de
siempre con nombres diferentes surgidos en el momento. Esa era su resistencia y
rebeldía máxima ante el mundo: No llamar a nadie por su verdadero nombre y no
asignarle a nadie un nombre definitivo.
A Don
Fernando lo llamaba José, Josecito si le quería trasmitir cariño, u otros
innumerables modos alegóricos como "el señor Fernández" "El padre de Soriano"
"El sobrino de Perón y Eva", el capitán veneno, John Silver, Contramaestre
Conrad, Fidel en la sierra, y otros que seguramente olvide de anotar o no pude
presenciar.
Mi suegro le
tenía una infinita paciencia, creo que también sentía lástima por el, su
desamparo y su obstinación para vivir como Robinson Crusoe, pero en una ciudad
suburbana. Su casa y sus pocos amigos vecinos eran parte de la isla en la que
transcurrían sus días.
El hombre
había decidido demostrar en su propia existencia algo que yo temía extender al
conjunto de los seres que sobrevivimos a esta sociedad de riesgos calculados y
crueldades cotidianas poco mensurables. En la sociedad de vértigos y desafíos de
consumos y novedades tecnológicas, cada uno de nosotros esta condenado o
potencialmente condenado a ser un engranaje de relojería sin uso a partir de
cualquier momento de su vida.
Más
exactamente cuando la capacidad de adquirir consumo tecnológico y conocimiento
operativo de ciertos objetos confirme la marginación, los vuelva obsoletos,
piezas vivas de un mundo que no deja de producir museos de época en cada barrio,
en cada casa.
Don Fernando
era una institución y un espíritu conservador aparentemente afín al
flaco.
Para ellos
nada nuevo valía la pena.
Tenía un
juego de sillones del living de comienzos de los sesenta y decía con razón que
los muebles modernos eran una porquería, especialmente desde el invento de la
madera aglomerada y la fabricación automatizada en gran escala de
muebles.
El flaco
completaba diciendo que ni en autos ni en mujeres se había producido nada
valioso después de la década del 50.
Su auto -en
rigor los restos de un auto heredado de su familia- un Plymouth Fury modelo
1958. Era " el mejor auto del mundo" y prometía que cuando consiguiera los
repuestos que le faltaban saldría con él y no se detendría hasta conocer el
océano Pacífico. "Hasta la costa de Chile y si puedo más
allá..."
Esta sociedad
no esta preparada para dejar crecer a la gente, anotaba yo mentalmente mientras
veía escenas dignas de "God bye Lenin".
La historia
sobre la rotura -y virtual inutilidad- del auto del flaco, era -y sigue siendo
para mí- tan increíble que un día fuimos con mi suegro a comprobarla en una
visita que le realizamos con la excusa de devolverle un libro que Corwin la
había prestado a Fernando unos cuantos meses atrás.
Su auto
reposaba cubierto de tierra en un garaje enorme que también era el cementerio de
todos los objetos heredados a su familia. Herramientas de su padre, los restos
del auto que no funciona desde muchos años atrás y objetos patéticamente
inútiles, conviven en ese espacio generoso al que el flaco bautizo colgando un
cartel pintado a mano con grandes letras rojas, legible desde la vereda de
enfrente que dice "Sede igualdad de oportunidades".
Nosotros
siempre sospechamos que la historia era una mentira flagrante y ponerla al
descubierto era solo cuestión de mirar.
El auto tenía
todos los signos de haber sido afectado por un derrumbe desde el capot hasta el
techo sobre el asiento del conductor y acompañante.
Lo que se
cayo podría haber sido un piano o un elefante, pero el flaco siempre contó una y
otra vez que había sido un toro caído desde un camión jaula que pasaba por la
calle donde el -afortunadamente- había dejado estacionado su auto.
Afortunadamente, porque el estaba en la cola de Rentas, sino no la
contaba.
El parabrisas
no existía y se veía un rosario colgando del espejito
retrovisor.
Justo aquí,
-y el flaco señaló al rosario-, me encontré colgadas las bolas sangrantes del
toro...
Y realmente,
reímos todos con esa imagen hasta quedarnos sin
aire.
También
pudimos comprobar algo más de esa fantástica historia. En el techo se ven dos
agujeros enormes, que según Corwin, dejaron las astas del toro que perforaron el
techo y llegaron a clavar el asiento de pana del
conductor.
-Me salve por
que Dios es grande, decía. Nosotros nos rendimos a la
evidencia.
El escenario
fue parecido a lo que les cuento, durante años.
Las visitas
del flaco. Los monólogos de Don Fernando. Mi presencia como testigo - observador
silencioso. Rita que llegaba conmigo de la mano y a los pocos minutos fugaba a
la calle.
Hasta que un
día. La costumbre de renombrar al mundo, sus habitantes y seres vivos o muertos,
le significó al flaco un traspié definitivo.
Corwin llamó
"Ramona" a Shirley -la perra bóxer de Don Fernando, a quien seguro mi suegro
amaba más que a su mujer e hija juntas.
El pobre
flaco la llamó Probó una y otra vez, esperando que le festejaran la
ocurrencia.
Se produjo un
gran silencio y un clima de tensión en el aire, de esos que se cortan con
tijera.
Mi suegro
entro en un hueco de silencio, de esos que como estelares agujeros negros no
dejan de crecer y tragarse toda luz, palabra y gesto que tengan a
mano.
Al poco
tiempo, el flaco comprendió que ya no era bienvenido en esa casa y no fue
más.
Meses después
me separe de Rita y deje de frecuentar la casa de Don Fernando y
Clelia.
Pero por lo
que puedo suponer, mi ex suegro nunca más lo perdono al
flaco.
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