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NO LE TEMO A LOS LOBOS...

El tren marcha lento con el balanceo de barco que hacen los vagones de trocha angosta. Acuna al viajante, uno se recuesta un poco, cierra los ojos y empieza a ver el sol entre copas altas dividiendo el mundo entre luz y sombra, entre el verde claro de savia atravesada por el sol, y el verde oscuro de las cortezas al sur que enmohecen sin poder elegir. Pasamos el arroyo Aguirre, y a unos cientos de metros antes de la ribera esta la estación del tren, el lugar es casi un paraíso, un refugio contra la ciudad que aquí parece una utopía lejana, ajena. Y creo sin equivocarme que hasta ahora no hemos visto nada parecido, es como un territorio nuevo, casi un cuaderno abierto para ser llenado de poesía. Salgo a caminar entre los árboles, intuyo la ribera en los claros del sol más al norte, son sin duda momentos que se viven intensamente, estar en un lugar desconocido, un bosque que desata fantasías ancestrales y núcleos sin tiempo que exigen que se desanude el relato.
Me acuerdo de la historia que contaba mi padre una y otra vez cuando tenía oportunidad, la historia del soldado que retornando al pueblo paso por el bosque de los lobos, descendía de la montaña después de salir de Padula, la noche lo sorprendió en la oscuridad del bosque y decidió quedarse. Sentado, fumando quizás, mientras veía consumirse las llamas de la pequeña fogata, había llovido y nada servia para mantener el fuego, supongo que utilizo incluso las últimas cartas de su amada para sostener esa llama, para estar despierto, lo cierto es que sus ojos se cerraron y allí lo encontraron -contaba mi padre- casi sentado y comido por lobos. Pienso entonces en las pesadillas que se encarnan en las márgenes con la naturaleza, las pesadillas que dicen de nuestro mundo más originario, me parece ver la imagen de mi padre emergiendo de la única pesadilla que le vi contar como una realidad. Ahí, esta cuando pastoreaba las ovejas sin compañía ni perros, al llegar al sendero que se estrecha de bosques y rocas los lobos atacan y se empiezan a devorarlas, el ve eso sin poder hacer nada, aferrado a un bastón largo, apenas cuidando su vida. Allí mismo se despierta y grita con tal fuerza que todos vamos a ver que le pasa.
Recuerdo esto y aflora un vértigo de imágenes que no se detienen con cada paso crujiente sobre hojas y ramitas secas, mientras el mundo sigue su curso, como esas aguas que bajan, ajenas a los destinos individuales. Me acerco a la ribera, pienso en el nombre que le han dado a este río: Río de la Matanza, creo ver a los españoles de Pedro de Mendoza del otro lado de la ribera, matando y arrojando a los indios a aguas cristalinas que se tiñen de rojo. año 1536. Nuevas Matanzas de Juan de Garay entre 1580 y 1583. Siguen las matanzas de ganado alzado o perros cimarrones en los aledaños. Pero el tiempo sigue su descenso, correntada sin dique, y estamos en la década de 1930 en las riberas hay arena y ahí gallegos y tanos van a pescar. Hacen campamentos y balnearios, hay camarones de agua dulce y hasta pueden pescarse anguilas. Y en ese espejo cristalino pueden verse las manchas de los cardúmenes que van y vienen.
Pero hay matanzas que no tienen representación posible, son derrotas al porvenir donde los resultados colectivos han perdido cualquier posibilidad de pensarse y cambiar. Abro los ojos, en este presente, un río lento, sin resonancias, río muerto en apariencias. Espejo negro, reversibilidad mortal del caminante que busque su imagen. Efectos de contaminación anónima, sin duda masiva, industrias, mataderos río arriba, gente arrojando bolsas de residuos a las aguas. Lodo sobre lodo quedan testimonios, del plan inconsciente sobre las márgenes, la pila, el pañal, la muñeca rota incrustada en el barro negro. Es este el río que perdió cualquier individualidad y bajo la presión de los acontecimientos se expande como en cada inundación, de agua, de horrores, de objetos útiles o inútiles casi iguales a los que el mercado produce y vende día tras día contra la penuria del sentido.

Agudizo la observación, hay burbujas en las aguas negras. Veo bien y descubro unos pequeños peces que se han adaptado al agua casi petróleo y salen a buscar cerca de la superficie el oxigeno. dejan globitos y bajan a la oscuridad sin después.
Vuelvo al bosque, a lo lejos se acerca el siguiente tren, el de las 18.30 hs. Lentamente el sol deja llamaradas amarillas en las copas altas de los pinos y jacarandaes, los gorriones festejan alborotando, y el alarido de los horneros corta cualquier pensamiento anterior. Apoyo la espalda en una araucaria con rostro al último resplandor que lentamente va dejando estelas de naranja a lila. Creo que voy a hacer un fueguito.

Como hubiera dicho mi padre, más allá de aquella historia del soldado:
-No le temo a los lobos, si a la gente.


-Texto del año 2003-

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