La vida esta plena de paradojas. De soledades.
De presencias que no siempre se saben disfrutar con la plenitud irrevocable de cada instante.
En eso pensaba, después de la despedida. Con el gusto de sus labios en mis labios, al sentarme en el asiento del micro de larga distancia. Cuando la señora vecina de asiento, me dijo en tono de confesión señalándome la bolsa floreada apoyada justo enfrente mío y al lado del expendedor de café y agua:
-Ahí viaja mi lorito.
No le dije nada, le conteste apenas con una sonrisa, estaba adentro de mi despedida que implica muchos días y 500 kilómetros de distancia. Pero la suerte del loro y de su dueña (una señora de unos 65 años que llevaba anteojos oscuros y el ojo derecho tapado con un apósito), me inquietaba.
Cuando llegamos a destino, la vi abrir la bolsa y me anime a preguntarle si estaba bien el lorito.
-Si, mueve la patita, además viaja con comidita en la caja...
Me dice que el lorito viene desde la casa de su hijo en Paraná, que es su regalo de las fiestas. Lo dice con una mezcla de ilusión y ternura que no puedo reproducir con mi torpe escritura.
-Yo tenía otro, pero me lo comió un gato. -Agrega.
Me cuenta que le faltan al menos 45 minutos de viaje en colectivo urbano hasta llegar a la seguridad de su departamento sobre la calle Cabildo. Le deseo suerte mientras se abre la puerta del micro y nuestros pasos se alejan definitivamente.
Así estamos todos creo. Con nuestras ilusiones siempre frágiles. Siempre a merced del destino impredecible.
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