Nueces y lágrimas*
Tengo chuchos de empezar el día en esta quietud gris. El cielo ceniza cerrado. Los países de nubes frías marchando lento al oeste, corriendo al sol a la pequeña utopía del después.
El aire es una esponja de angustia, y más allá del vaivén de los brazos de la parra, algunas gotas se resisten a perder su luz y su forma en una irreversible caída.
Quizá sea sólo mi imagen estirando la mano en el aire, buscando aquellos frutos del nogal donde las grietas anuncian la inminente caída de la nuez. Esta será una pequeña cosecha.
O, es mi incompetencia para atravesar las murallas de la memoria, como en esta mañana cuando las gotas son lágrimas jamás llovidas.
Pero estoy acá, abajo del viejo nogal, resistente a muchas calamidades, la raíz cortada por el caño de Aguas Argentinas, la poda equivocada que hice el año pasado, y la siguiente sangría de savia que no pude parar en varios meses.
Pero allí esta, obstinado como la mano que lo plantó, haciendo rodar por el aire las nueces antes de Semana Santa.
Seguro tiene más de 30 años, aunque es una época nebulosa y no puedo afirmar nada con justeza, aun en un día como hoy donde he mirado de ausencia las cosas, impregnadas de soledad, quietas para siempre, sin sentido.
Mientras escribo surge una imagen del pasado, allí mi padre tiene más de cincuenta años, son las dos de la tarde, lo veo sentado de espaldas con su campera de cuero negra, ha llegado hace un rato de la fábrica a la que entra a trabajar a las cuatro de la mañana. Puedo ver que mira algo sostenido en su mano derecha a la altura del pecho. En la mano izquierda tiene un vaso de vino blanco a medio llenar. Esta frente al armario, donde se guardan las copas y vajillas de casamiento de dos generaciones. Donde Hoy mi madre ha encendido una vela y me encarga que me fije si se apaga.
Pero él esta allí de espaldas y yo lo veo en silencio, quizás con el mismo silencio nos prodigamos durante muchos años, yo lo veo sin querer interrumpirlo, la mirada no sale de ver hacia la palma de su mano derecha, la mano izquierda inmóvil en el aire con el vaso de vino.
Así, estuvimos un rato, suspendidos en el tiempo, viéndolo mirar algo en silencio, hasta que él intuyo mi presencia y me brindo su rostro. Sus ojos estaban hundidos en lágrimas, en la mano derecha llevaba una billetera de cuero negro donde se veía en una foto tipo carnet la imagen de su madre, igual antes del tiempo al rostro de su vejez, 20 años después.
Lo veo hablándome en su media lengua, casi italiano, y no recuerdo sus palabras, pero ese día le había llegado la noticia de la muerte de su madre, no teníamos teléfono y solo recibíamos cartas escritas por su sobrina menor a la que no había visto nacer. Sé que no pude expresarle emoción alguna, ni abrazarlo, así de cerrados estaban los sentimientos.
Imagino, que habré sentido el mismo chucho frío que siento ahora, en ese verlo solo, llevando su dolor en silencio, cerrado, solo chorreando lágrimas.
Lo veo en esa soledad que siempre llevaba con él y que ahora yo comparto de palabras sobre un cuaderno, y en letras sin voz del teclado.
Sólo dos veces en la vida vi. llorar a mi padre, la segunda fue en último cumpleaños, a los 78. Ya había llorado en el hogar de día, no estaba acostumbrado a emocionarse, se conmovió "con tantos viejitos que me besaron". Ese atardecer era un día oscuro y frió. Fuimos a visitarlo con mis hijos y mi ex mujer. Él siguió llorando mientras los nietos soplaban la velita por segunda vez.
Nunca podré remediar no haber podido transmitirle alegría ese día, un 4 de abril de tres años atrás, lo veía mal y me sentía incapaz de mejorar las cosas.
Nunca le dije que lo quería, y pensé que no podría expresarme.
Fue así, hasta que desgarre el silencio sagrado de esa terapia.
Pero él, ya no podía oírme.
-2004-
*De Eduardo Francisco Coiro
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